domingo, 23 de enero de 2011

LA CORRECTORA DE LÁPIDAS I

LA CORRECTORA DE LÁPIDAS

Hizo un curso de corrección profesionalde textos: navegó en los procelosos mares de la orto-tipografía, se peleó a muerte con el gerundio, aprendió el alfabeto simple pero engañoso de las llamadas de corrección.

Sufrió porque se dio cuenta de que no era ni la mitad de inteligente de lo que ella se consideraba (que tampoco era demasiado), pero perseveró porque estaba segura de que el trabajo del corrector, minucioso y a veces casi obsesivo, era lo más hermoso que con sus limitados medios, podría hacer: quitar cualquier pequeña mota del ojo de la belleza. Eso sería pulir y dar esplendor a la lengua, mucho más que las normativas contradictorias de unos elevados académicos.

Terminó el curso con una nota, no brillante pero sí bastante digna, teniendo en cuenta que sus compañeros eran tres jóvenes lingüistas, un periodista deportivo, una profesora de lengua, una traductora de carrera, un editor de mesa y un pobre corrector que había sido enviado a hacer el curso como castigo por haber señalado un leísmo a un intocable pope de la novelística española, el vengativo escritor quería sucabeza, pero su jefa, con la que había tenido una breve aventura en la cena de navidad de la empresa, se había apiadado y lo había enviado al gulag del curso para aplacar al famoso juntaletras. En fin, que se había defendido y había aprendido mucho en medio de ese grupo de especialistas y cuando fue a buscar su certificado, se sintió muy feliz. Tan feliz, que quiso celebrarlo de alguna manera y no se le ocurrió otra cosa que entrar al bar de frente a la academia y tomarse algo.

Como salía poco no estaba familiarizada con la semiología de los bares y terminó entrando en La Coquette, una vieja cueva del Madrid de los Austrias, que llevaba años reinando como el garito veterano del blues en la capital. Los dueños eran moteros y sus grandes vehículos, aparatosos, negros y brillantes como escarabajos rodantes, eran un segundo cartel del local aparcado junto a la puerta. Fue la primera clienta de la noche y en cuanto se sentó en la barra se dio cuenta de que había cometido un error, nunca había entrado sola en un bar y justo la primera vez tenía que ser en uno atendido porun par de ángeles del infierno de barbas exhuberantes. De cualquier manera, le pareció que hubiese sido una grosería levantarse, así que se pidió una cerveza (parecía lo más apropiado) y pensó que se la bebería rápidamente, la pagaría y se iría.

Pero las cosas casi nunca salen como uno se lo espera y como los ángeles del infierno se aburrían, decidieron interrogar a esa chica tan poco común con pinta de secretaria de los años cincuenta, que les contó de su curso y sus ilusiones de trabajar como correctora y así intentar vivir de lo que era su pasión: leer. Como conocían a mucha gente, los ángeles se quedaron con su correo electrónico y le prometieron avisarle si sabían de algo. Como era miércoles, había concierto, unos viejos músicos que ya no iban a ser famosos pero que podían entenderse con los ojos cerrados. Al final fueron tres cervezas, todo un concierto sumida en el asombro y en una extraña felicidad.

Tuvo que irse en taxi porque tes cervezas eran mucho para ella. Fue una extraña celebración y, aunque ella no lo supiera, el inicio de su carrera como correctora de lápidas.