domingo, 15 de marzo de 2015

Mi amigo Orhan (aunque el aún no lo sabe) ESTAMBUL Ciudad y recuerdos


¿Qué es mejor, preservar la virginidad o llegar pleno de experiencias, de recuerdos anticipados al encuentro definitivo? Me refiero a esa doble realidad de visitar una ciudad "en persona" o a través de la literatura que la ha narrado, que de alguna manera, ha descrito su arquitectura emocional.

Por una parte, la secuencia lógica es leer libros sobre una ciudad antes de visitarla y así poder reencontrar los lugares de la ficción en la realidad y abrazarlos con ardor de lector metido en el escenario libresco. Es como prepararse una especie de guía de viaje basada en los hitos que la ficción nos ha dejado clavados en el corazón. Así me haría yo un road trip norteamericano basado en pasajes de Truman Capote o buscaría "La Maporita" de José Eustasio Rivera en una Colombia que él ya no podría reconocer. Sí, pero... ¿acaso no queremos descubrir la ciudad por nosotros mismos? ¿De qué nos vale el París de Cortázar y la Maga para movernos en ese bellísimo decorado que parece planeado para no decepcionar las ilusiones cinematográficas-literarias de ningún visitante?


A veces sólo queda la opción de maravillarse (interior de la mezquita azul)

Con Estambul, como con muchas otras cosas en la vida, cogí por el camino de en medio. Había sido un viaje largamente aplazado y además, soñado a dos con mi madre, lo cual complica aún más la maraña de tiempos libres, noticias de una guerra vecina, visados y en el fondo, miedo a la decepción. El año pasado, por fin dimos el paso y en un otoño racheado de sol y viento inclemente, junto a nuestros entusiastas acompañantes (y a la vez abnegados maridos) nos subimos a un avión de Turkish Airlines en el cual empezamos por atiborrarnos de esos maravillosos dulces cúbicos, conocidos como delicias turcas, el rahat lokum, al cual desarrollé una seria adicción. El significado de su nombre no da pistas sobre sus peligros, es un término turco que a su vez proviene del árabe y significa "bocado", al parecer su historia en casi cuestión de estado y hubo por lo menos un sultán involucrado en su creación. Pero, como suele suceder, divago, no vine aquí a hablar de mi viaje y mi gula sino de mi amigo Orhan.



Cielo nublado en Estambul, helicópteros tras los minaretes


Capital sucesiva de imperios, megalópolis transcontinental, cada piedra de la ciudad contiene un tratado de historia. Es imposible llegar a ella sin algún equipaje de lecturas sobre sus sucesivas encarnaciones como Bizancio, Constantinopla y Estambul. Pero lo que yo tenía en mente no era una tabula rasa sino si debía releer las novelas de Orhan Pamuk, que no es sólo que estén ambientadas allí sino que construyen una caracterización de la ciudad no como paisaje sino como personaje. Lo que narran sólo podría ocurrir allí. Incluso en Vida nueva, que transcurre durante un alucinado viaje por carreteras turcas sin rumbo, todo empieza y termina en allí, en única polis posible, no lo digo yo, fueron los griegos; eis tên Polin (εις τήν Πόλιν), del griego clásico que ha determinado la etimología de su nombre actual, significa "en la ciudad", como si las otras fueran simples sombras de esta urbe definitiva, como si todas las cosas verdaderamente importante se cocinaran allí. Es un elogio repetitivo cuando se quiere alabar la capacidad descriptiva de un autor decir que el entorno está tan vivo como uno de los personajes pero en este caso es rigurosamente cierto. Yo tuve, al pasear por Estambul, sensaciones reencontradas que por momentos me hicieron percibir intenciones malignas en una callejón empinado, un propósito de ocultamiento en la niebla que cubre una pequeña plaza o que los árboles que dan sombra a una pareja se inclinan amorosamente sobre ellos para impulsarlos a ese primer beso. Probablemente sin Pamuk palpitando en mi cabeza la ciudad no habría sido tan elocuente.



Vendedores de zumo de granada

Como mis recuerdos literarios de Pamuk eran ya añejos me vi pescando girones de sus imágenes en el humo de un cigarrillo que salía de una ventana entrecerrada o la buscando a uno de sus jóvenes protagonistas entre las alegres cuadrillas de jóvenes que cantaban sólo un poco borrachos junto a la de la torre de Gálata. Un par de meses después con los recuerdos del viaje aún frescos encontré en la librería Menos Diez (juro que no tengo acciones) el libro que fue mi reencuentro con el Estambul de Pamuk y en el cual nos hicimos amigos (aunque él aún no lo sabe). 

¿Cómo definirlo? ¿Memorias? ¿Cartografía sentimental? Podría describirlo como una especie de autobiografía deslizada entre acuarelas y fotos en blanco y negro de la ciudad. No es una definición estricta porque en rigor los retazos de vida que se recogen, van desde la primera infancia hasta que toma la decisión de hacerse escritor, como si con la aparición de su vocación definitiva ya no quedase mucho que contar de su propia vida. 

Es difícil hablar de la infancia en general, ese territorio tan proclive al sentimentalismo edulcorado o trágico. Más aún lo es hablar de la propia infancia, la que aparece aquí es increíblemente compleja, como todas: una época feliz, optimista, del nacimiento del gusto artístico, paseos en coche con la familia pero estas estampas están sobreimpresas con otras más oscuras: una prosperidad económica que pierde su fulgor, soledad, incapacidad de comunicarse con el otro.

La familia Pamuk, en la que Orhan, el pequeño de dos hermanos nació, era acomodada, con cierta cultura y orgullosamente occidentalizada (al parecer la mayor parte de la burguesía turca tenía este corte sociológico) y se iba gastando la gran fortuna que el abuelo construyó con sus empresas y sus inversiones pero no hay en ello un sentido trágico, o si lo hay, es un sentido más filosófico: las cosas pasan porque tienen que pasar. Viven todos en los diferentes pisos de uno de los edificios modernos que el abuelo construyó y aunque hay risas, cenas, juegos con los primos y mimos de la abuela -esa matriarca en su gran cama leyendo el periódico y despachando un desayuno descomunal- también hay resentimientos, peleas por el reparto de propiedades y amargura.

Amargura. Es un término imprescindible para entender esa Estambul de la segunda mitad del siglo XX que Pumuk nos dibuja, muy lejos de ese bello escenario para turistas que hoy conocemos y que él encuentra en el barrio de Eyüp: "me da la impresión de ser la fantasía oriental de otro adaptada a Estambul, una especie de Disneylandia turco-oriental-musulmana (...) ¿Puede ser porque se encuentra extramuros y por lo tanto carece de influencia bizantina y de las capas de confusión que contiene el resto de la ciudad?". 

En esta ciudad que lo ha perdido todo, que ya no es capital de ningún imperio, ni siquiera de la república de Turquía y cuyos habitantes ven arder -con fascinación- los últimos palacetes de madera de la aristocracia, vive un clima de intensa postración el alma colectiva, que Pamuk articula como una amargura que tiñe el carácter de la ciudad y de sus habitantes, algo relacionado con la sensación de pérdida de un esplendor, de una herencia a la altura de la cual no habían podido estar: "en los cincuenta y los sesenta, el placer de contemplar los incendios (...) iba acompañado por las señas de un intenso malestar espiritual: la culpabilidad, la opresión y la envidia de desear que desaparecieran cuanto antes los últimos restos de una gran cultura y civilización de la que no habíamos podido ser herederos de pleno derecho, en nuestra ansia por crear en Estambul una imitación pálida, pobre y de segunda categoría de la civilización occidental.".



Piezas del museo arqueológico de la ciudad

Pero éste no es un tratado de sociología, aunque puede que enseñe más de la sociedad turca que un estudio académico y Pamuk nos va mostrando todos estos rasgos en su fascinación con el Bósforo, ese intimidante cuerpo de agua que parte la ciudad y le confiere esa fisonomía única. Camines hacia donde camines, si te dejas llevar por la corriente secreta que domina la ciudad, vas a dar al Bósforo, ese estrecho de peligrosa navegación internacional con historias de barcos de gran calado que por una desgracia marítima terminan encallados en un edificio de lujosas viviendas ribereñas. El precio de una bella vista. Una pieza de un fino sentido del humor es la cita del manual “¿Cómo salir de un coche que ha caído al Bósforo?” Puede que incluso sea un manual verdadero.


Pescadores en el Bósforo

Hay un capítulo entero dedicado a hüzün, el término en turco que define la amargura. Con una erudición que lleva como una ligera capa sobre sus hombros, Pamuk nos introduce en la etimología árabe del término que en términos filosóficos tiene dos derivas distintas: la de la aflicción por una pérdida espiritual,material o emocional que deja al sujeto en un estado de aflicción insuperable; la segunda,más mística y "positiva" habla de la amargura como un sentimiento de frustración por no haberse podido acercar lo suficiente a Dios. Esa amargura, esa desazón es la que impulsa a buscar con más ahínco el rostro de esa divinidad esquiva, por eso no es del todo indeseable. Es un concepto complejo pero se entiende muy bien con las imágenes que son como un álbum poético: gente cansada con bolsas de plástico, mujeres que esperan un autobús que nunca viene, pálidas luces que hacen el atardecer aún más triste, clases en las que nadie aprende nada, bibliotecas de una belleza hostil. Esta rara relación de la ciudad con la amargura aparece muy condensada aquí: "En Estambul, la amargura es tanto un importante sentimiento de la música local y un término fundamental de la  poesía como una manera de ver la vida, una actitud mental y lo que supone el material que hace a la ciudad ser lo que es.". 


Vestidos en bazar callejero

Pero ¿en qué momento de este libro dejó el autor de ser el Sr. Pamuk y se transformó en mi amigo Orhan? Probablemente cuando le veía mirar a su bella madre, del sofá a la ventana, esperando a ese padre que se entretenía jugando al bridge o en la cama de una nueva amante. Ese padre tan bien construido que nunca acababa de ser un villano y que sabía también a veces ser el encanto, la generosidad personificadas. Ese Orhan, pintor adolescente, furioso paisajista de la ciudad, que se enamora de una chica hasta al punto de empezar a pintar retratos para hacerla su modelo y su primera novia con las mayúsculas del amor contrariado. Cuando alguien nos deja abrazar su intimidad, sus secretos más delicados y complejos, ese ya es nuestro amigo. Aunque no lo sepa.



Fuente fotos: mi familia.