sábado, 19 de marzo de 2011

HISTORIA DE LA REINA LEÓN (PRIMERA PARTE)

La gran reina León llevó a aquella tierra inhóspita de palurdos, a convertirse en un imperio floreciente, en donde el populacho se entretenía con las delicadas historias del país de las hadas y aunque no dejaron de visitar la taberna ni la iglesia, convirtieron a los teatros en sus verdaderos templos. La reina León llegó al trono por una serie de excepcionalidades, siendo la principal que fue hija única y póstuma, y que se suponía que sería un hombre.

En los tiempos de la reina León, también en el imperio rival reinaba una mujer, la reina María, en teórica sociedad con su marido, porque la suya era la unión de dos príncipes herederos, aunque todo el mundo sabía que el rey sólo vivía para la caza, los banquetes y las mantenidas, que era, en fin, una hermosa figura decorativa.

De dos maneras diferentes, tanto la reina León, como la reina María habían demostrado no únicamente que una mujer podía reinar, sino que podía levantar un imperio donde antes sólo había barro. Las dos se habían apoyado en la Iglesia para lograr sus propósitos. De la reina María se decía que todos los días pasaba una hora rezando antes de que saliera el sol, de rodillas en el suelo de una capilla de piedra desnuda, levantando de vez en cuando la mirada hacia el rostro doliente de su virgen católica. Esta y otras mortificaciones de la carne le habían dado la fuerza para marchar a la vanguardia de su ejército ataviada con la cota de mallas con la que había muerto su padre. Era una reina implacable pero su pueblo la adoraba, tuvo siete hijos, de los que sobrevivieron cinco, espléndidos príncipes y princesas, siempre vestidos de terciopelo negro e instruidos directamente por su madre en las artes de la política.

La reina León había recibido una iglesia joven, producto de un cisma, un credo con más fervor que poder. Ella la había convertido en su iglesia y como eran iconoclastas, había hecho de sí misma el emblema viviente de la nueva fé. En público siempre vestía las telas más ricas y bordadas e inventó una moda personal en la que la cabeza y los brazos surgían de un mar de espuma de encaje, sus coronas eran superlativas y sus faldas estaban sustentadas por tal cantidad de metal, que pasó años sin verse los zapatos. En las ocasiones señaladas, calzaba dramáticos coturnos que la hacían más alta que los hombres más altos de la corte y le daban un andar hierático y flotante.    Cuando sus súbditos la veían despidiendo a sus navíos de guerra, pensaban en un ángel terrible y bello, un ángel de la muerte; cuando la veían repartiendo limosna o visitando una escuela de huérfanas y menesterosas, evocaban a la madre magnánima y nutricia.

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