domingo, 16 de junio de 2013

PLEGARIAS ATENDIDAS



La relectura es el lugar del amor perdurable, del refugio seguro al que se vuelve con el cuerpo o el alma adolorida, de las frases afiladas que abren y desnudan el espíritu humano en su grandeza y en su miseria y lo dejan palpitando justo ahí delante de nuestra mirada y nos ayudan a medir en una balanza algo más universal nuestros grandes o pequeñas tribulaciones.

Hoy quiero hablar de un libro que he releído muchas veces y al que vuelvo en momentos de necesidad espiritual, una especie de breve y desgarrado Evangelio apócrifo en el que el poco edificante P.B. Jones es un Mesías que viene a salvarnos a todos, sólo que ignora su misión y por eso es presa de una angustia matutina que lo empuja al consumo de martinis a horas indecentes: un cordero que se cree lobo caminando hacia la piedra del sacrificio. Una obra fragmentaria, inacabada, menor, si se quiere, algo como las ruinas de un gran castillo que nunca llegó a edificarse del todo y del que se conserva un trozo de la muralla, una delicada torre en precario equilibrio y el desierto patio de armas en el cual, sin embargo se puede oír el fragor del metal y el ondear de los estandartes al viento.

Para hablar de un libro no considero indispensable –a veces, ni siquiera aconsejable– hablar de la biografía del autor. La lógica interna, el perfecto equilibrio en la alquimia de las reglas de la ficción que hacen de un buen libro un universo acabado, bastan para hacer una consideración sobre su espíritu. Plegarias atendidas, es a mi juicio, una de las pocas excepciones a este proceder.

Esta es con certeza la obra más imperfecta de Capote. Ni siquiera me atrevo a considerarlo un libro como tal, con la historia de la autodestrucción del autor detrás, tal vez sería más exacto considerarlo un testamento inacabado, una última voluntad lanzada al vacío o a la historia. Hablando de historia: vamos a situarnos. Empecemos en 1966, el año dorado de Truman Capote, el año en que sus plegarias fueron por fin atendidas. Tras un larguísimo período de trabajo, tensión y espera, después de la ejecución de los dos asesinos de la familia Clutter, A sangre fría se publicó con el mayor de los éxitos, Capote había dejado de ser un niño genio, una promesa y se había transformado en el escritor del momento, la voz de los Estados Unidos de los años sesenta, ese país de una vitalidad no carente de una vena avasalladora y cruel. Como es sabido, esta novela, que narra el asesinato de una familia de prósperos granjeros a manos de dos asesinos sin titubeos,  inauguró el imposible género de la non-fiction-novel; Capote documentó su trabajo con exactitud de buen periodista y estableció una relación muy cercana con algunas de la personas que entrevistó, entre ellas, una de los asesinos, Perry Smith y parte del calvario que le supuso esta obra fue la espera de la ejecución de los reos, un drama de lenta y tortuosa resolución, llevado a cabo por el Estado con la misma frialdad que Smith y Hickock trataron a sus víctimas. Pues bien, ya lo inevitable había ocurrido sin que ningún teléfono rojo sonara a última hora y Capote fue libre para ver su obra publicada y tocar el cielo pero, a pesar del frenesí con el que se lanzó a celebrar su éxito, algo de su naturaleza quedó irremediablemente tocado por este ambivalente contacto con el lado brutal de la realidad.

Capote, el amigo de las mujeres más ricas y hermosas de Nueva York, confidente de Babe Paley, invitado de crucero de Marela Agnelli, compañero de juergas de Slim Keith, entre otras musas de la moda de la época. Comprensiblemente, Truman asociaba estas beldades con las cosas hermosas que produce la cima de una civilización y reconocía haberse enamorado furiosa y platónicamente, por lo menos de Babe y de Lee Radzwill (hermana de Jacqueline Kennedy-Onassis). Con ellas jugaba al Pigmalión y aprendía de su sabiduría de aristócratas: vinos, decoración, moda, secretos escandalosos. En gran parte, el control de estos hilos femeninos fue lo que le permitió lanzarse a planear una fiesta que marcara el pulso de su exultante triunfo.



Barbara, Babe, Paley 

Cuando se trataba de celebrar también era un genio. Para coronarse como príncipe de las letras, Truman dio nada más y nada menos que la Mejor Fiesta del Siglo: el Baile en Blanco y Negro del Plaza. Un ágape que ha sido varias veces recreado (o intentado recrear) en el cine, uno de esos momentos mágicos que no se consiguen sólo con dinero sino con el encanto de ese prodigio de las relaciones sociales que era Capote, el tout Hollywood se codeó con los cisnes de la alta burguesía neoyorkina que lucían a sus maridos millonarios como una más de sus alhajas de valor acreditado y el portero del edificio donde vivía Capote compartió barra con duques, baronesas y hasta una princesa; un agricultor de Kansas o un primo de Alabama pudieron de repente hallarse en medio del olimpo de las letras norteamericanas: Tennessee Williams, Gore Vidal, Harper Lee… el champán, los diamantes, la belleza, el genio, todo ello agitado en la coctelera del Plaza y con un toque canalla que le dio el picante necesario para que nadie, invitado o no, pudiese olvidar jamás aquella noche mítica.[1]


Imagen por © Bettmann/CORBIS


Pues bien, en este maravilloso 1966, Capote firmó un jugoso contrato con Random House por su próximo libro que sería Plegarias atendidas. Como es natural, la cima del esplendor fue también el comienzo de la pesadilla y el descenso. El contrato fue reformulado y aplazado varios años. Los detalles del derrumbe emocional y del bloqueo literario del gran Capote están muy bien resumidos en la introducción de Joseph M. Fox que se incluye en la edición española de Anagrama. Aviso a navegantes: la traducción es descuidada, por decirlo delicadamente. Algo imperdonable tratándose de una editorial de tanto tronío y de un clásico contemporáneo. Mi edición, de 2004, que es la cuarta, lo cual hace aún más lastimoso que no hayan aprovechado las sucesivas reediciones para corregir torpezas tales como confundir a la editora Katharine, Kay, Graham, en honor de quien se dio la mítica Fiesta, con un inexistente (y masculino) Kazay Graham (P. 10, en la Introducción de Fox).



Frank Sinatra y su entonces esposa, la actriz Mia Farrow, a su llegada al Plaza – Imagen por © Bettmann/CORBIS


El éxito también significó el comienzo del final de su relación con Jack Dunphy[2], quien fuera su pareja más estable y tal vez la relación amorosa que mantuvo en mayores términos de igualdad, un nexo con sus asperezas pero en el que no compró el afecto y la admiración a través de los regalos y los flashazos de la vida de la alta sociedad, como lo sucedió con muchos de sus sucesivos amantes posteriores. Jack era un escritor notable, aunque no genial, que prefería mantener su independencia y padecía una notable alergia a los frívolos saraos que eran vitales para Truman. Aunque mantuvieron su amistad durante muchos años, ese barco perdió el ancla que Jack significaba y terminó haciéndose añicos en una marejada de alcohol y pastillas en la soleada costa de California.

Muchas veces anunció Capote que había terminado el libro y otras tantas la editorial tuvo que apaciguar el revuelo mediático y negarlo. Gerald Clarke, en su biografía, tan bien documentada y detallada (otra traducción no muy brillante, grrr…) narra las idas y vueltas de versiones y teorías sobre lo que pudo haber ocurrido con los posibles capítulos perdidos de Plegarias atendidas, desde que nunca fueron escritos, los robó un novio interesado en revenderlos (ojalá, ya hubiesen aparecido) o abandonados en la consigna de una estación de autobuses (grayhound, por supuesto). Podríamos resumir la odisea en que tras mucho jugar al escondite, devolver el dinero del contrato de la adaptación para el cine y publicar cuatro capítulos en Esquire, uno de los cuales, “Mojave”, eliminaría luego del proyecto de Plegarias; Capote no fue capaz de acabar con este libro, del que sólo quedaron los tres maravillosos capítulos que constituyen la obra tal como hoy la conocemos.

Nunca he acabado de entender del todo el destierro de “Mojave” a Música para camaleones. El tono y el ambiente general de la narración encajan perfectamente, incluso hay un personaje en común y contiene probablemente el mejor análisis del suicidio por desamor que he leído jamás: “Y ésa es la razón de la mayor parte de los suicidios. Alguien le está torturando a uno. Uno quiere matarlo, pero no puede. Todo ese dolor es porque se quiere a ese alguien y no se le puede matar porque uno lo ama. Así que uno se mata a sí mismo.”. En todo caso, Mojave es un lugar literario que vale la pena visitar, nadie volverá siendo el mismo después de pasearse por la carretera que discurre en entre Needles, California y el Paso, Texas.


Capote quería construir un monumento literario que estuviese a la altura proustiana de En busca del tiempo perdido. La materia que tenía para tejer su historia eran sus relaciones con la jet set de Estados Unidos y Europa (y del resto del mundo, cuando se es muy rico las fronteras se hacen borrosas, tanto da un crucero en el caribe que una fiesta en París) pero con muy buen sentido, su narrador es un gigoló sureño con pretensiones literarias, cuyo tono vital oscila entre el cinismo más brutal y el heroísmo más estúpido y conmovedor: P.B. Jones, Jonesy. Podría decirse que, en cierto sentido, Plegarias es un roman à clef, aunque muchos personajes aparecen directamente sin disfraz y el resto está tan bien dibujado que los aludidos se reconocieron sin dificultad. El gran error de Capote fue creer que podía hacer este gran tapiz de los brillos y miserias de los poderosos y seguir disfrutando de su amistad. O tal vez su error fue dejar que se publicaran esos capítulos en Esquire, y provocar su expulsión del olimpo antes de tener su obra acabada.

Pero ¿qué contienen esos tres maravillosos capítulos?

El primero, “Monstruos perfectos”, nos presenta a P.B. Jones, huérfano, guapo y brillante, con un cierto don para la palabra que se escapa del orfanato católico de las monjas que lo criaron en el convertible de un masajista homosexual y cincuentón. Después de aprender el oficio, esquilma a una de sus clientas enamoradas y con 10.000 dólares por botín escapa, esta vez a Nueva York: “Desde entonces, me he enamorado de muchas ciudades pero sólo un orgasmo que durase una hora podría superar el éxtasis de mi primer año en Nueva York”. Lo que sigue es su carrera literaria que a falta de otras credenciales, empieza trepando de cama en cama, del editor Turner Boatwright (“cierto tipo de marica cuyo flujo sanguíneo está refrigerado con neón”), a la diva de las letras Alice Lee Langman (un retrato evidente de Katherine Anne Porter)[3], hasta que da el salto a París gracias al billete que le envía un admirador, Deham, Denny Fouts, el personaje real más literario que quepa imaginar, un hombre bellísimo que básicamente se ganó la vida como chapero y mantenido de lujo, con una completa nómina de amantes millonarios y hasta reales como el príncipe Pablo de Grecia. Denny es París y la personificación de cómo un naufragio puede ser hermoso, entre el opio y sus destellos de lucidez, que terminan por espantar a Jonesy, que teme al fracaso más que a la peste negra. Variadas aventuras y personajes nos hacen seguir a Jones desde el Harry’s Bar de Venecia hasta garitos menos recomendables o a su memorable entrevista con Colette. Hasta que Aces Nelson, de profesión “amigo de los ricos” lo introduce en la vida de Kate McCloud: “¡Mi amor, mi tormento, mi Götterdämmerrung[4], mi propia muerte en Venecia: ineludible y peligrosa como el áspid en el pecho de Cleopatra.”.

Denham Fouts


Y así llegamos a segundo capítulo, que se titula simplemente “Kate McCloud”. Donde, desde su atribulado presente como chico de alquiler, Jonesy sigue repasando sus memorias y sobre todo su relación con Kate, la pelirroja más perfecta y refinada, con un ojo infalible para casarse con psicópatas poderosos, uno de los cuales, un cruel potentado alemán la perseguía, tal vez para matarla y quedarse con la custodia indiscutida de su hijo. P.B. Jones, que nunca había amado, desea ahora enfrentarse a dragones para aspirar al amor de su dama: “Yo había sido amado, pero no había sabido nunca lo que era el amor, por eso no podía entender los impulsos y los deseos que oscilaban en mi cerebro como un trineo”. El capítulo se cierra con una soñada e imposible escena en la que él, Kate y su hijo paseaban bajo la luz dorada de la playa de la felicidad.

El tercer y fatídico capítulo, el que causó el desplome de Capote del pedestal social que tanto le había costado construirse es “La Côte Basque”, en el que un personaje, lady Ina Coolbirth, un obvio trasunto de Slim Keith, para los conocedores del círculo, que tratándose de gente que aparecía con regularidad cronométrica en las páginas sociales, eran muchos. Pues bien, todo el capítulo transcurre en una tarde en que la duquesa de Windsor ha dado plantón a Lady Ina en una cita para almorzar y ella tropieza con P.B. en la calle y se lo lleva del brazo para no desaprovechar una de las mesas más exclusivas de la cuidad. Básicamente, este capítulo es la conversación, plagada de escándalos y secretos entre Lady Ina y P.B. durante la comida generosamente regada con botellas de Cristal: un magnate judío que pasa por una vergonzosa situación por su empeño en tirarse a la mujer de un político importante; el patético enamoramiento de Salinger por Oona, luego señora de Chaplin; una escena impagable en la que a Gloria Guiness le es imposible reconocer en un hombre que se acerca a saludar a su mesa a su primer marido, aún más, es incapaz de recordar su nombre; la cruel satiriasis de los Kennedy, todos depredadores de mujeres; el asesinato de Bill Woodward a manos de su mujer Anne (después de leer este capítulo, la Woodward hizo el mutis definitivo envuelta en una nube de Seconal). Todo, todo, material explosivo. Y al final, una tarde que se deshoja como una rosa que empieza a doblar la cabeza.

Slim Keith


Que la historia de este fracaso exquisito se cierre con la lectura de Plegarias atendidas es el mejor homenaje que se puede hacer a la atormentada vida de su creador. Una plegaria para los huérfanos de fe.

Post Scriptum:
Después de terminar esta reseña he encontrado algina inforrmación adicional muy interesante:
- Semblanza biográfica de Denham Fouts en la revista BUTT An Introduction to Denham Fouts por Christopher Tout.
- Un interesante ensayo, No morir en Hollywood publicado en HermanoCerdo por Stanilaus Bhor
Stanislaus Bhor
Stanislaus Bhor




[1] Recomiendo la entrada sobre el baile en el blog The Selveged Yard "Iconic bitchy black and white ball of 1966"
[2] Un artículo interesante sobre la relación Capote-Dunphy: My Significant Other, Truman Capote por Rich Grzesiak.
[3] A este respecto, hay un excelente artículo en la revista New Yorker: "Enameled Lady"
[4] Ocaso de los dioses. (Se hubiese agradecido N. del T.)