miércoles, 7 de diciembre de 2011


Donde alguna gente sólo ve una calle algo sucia por el viento húmedo de la noche anterior, el Descifador de Patrones, es capaz de encontrar los complejos sistemas que se escapan a los ojos profanos.

Esta vez, el Descifrador ha accedido a documentar uno de sus hallazgos: una foto para intentar atrapar uno de esos milagrosos universos efímeros. Si se entrecierran los ojos, parece un campo de margaritas. Si se mira fijamente durante ocho a diez segundos, es exactamente como una bandera del Vaticano agitándose en la tormenta. Un sorprendente número de observadores ha identificado la imagen como el contenido de unas pastillas antidepresivas que no curan en absoluto la depresión pero que tiene unos agradables efectos secundarios.

Aparte de todo lo anterior, también es un mapa animado de la ruta de todos los cometas que pasarán cerca de nuestro planeta en los próximso setenta años. El peatón debe tener precaución al circular, pues un movimiento inadecuado podría alterar la órbita de uno de estos cuepos celestes con consecuencias fatales. Charo F., mi vecina del segundo, la identificado la imagen como el estampado del vestido que llevaba en el baile en que conoció a su marido, hace cincuenta y dos años. Era un vestido de verano, precioso, su madre no lo hizo con todo el escote que tenía en la revista pero aún así, era perfecto la materialización del soplo de un diente de león. No lo explicó exactamente con estas palabras, sino con otras mejores.

Tuve un canario hace mil años, a veces movíamos su jaula para que le diera más el sol porque se animaba mucho y cantaba. Al final, mi madre me convenció de liberarlo en la finca de tierra caliente de mi abuelo. Para mí la foto del Descifrador, es exactamente como quedó el suelo de la jaula del canario cuando por fin se marchó: cásacaras de alpiste, plumas sueltas y tal vez alguna caquita.

domingo, 25 de septiembre de 2011

ARTHUR & GEORGE



Soy una lectora sin brújula. Salvo en el caso de que esté documentándome sobre algún tema particular, cuando leo sólo por placer, me dejo llevar por las aguas del destino: puedo terminar comprando un libro por su portada bonita, repitiendo obsesivamente con una editorial con un catálogo lleno de rarezas, cayendo por un título seductor o compadeciéndome de ese ejemplar abandonado en la mesa de las ofertas. Justamente por esa vocación caótica que gobierna mis lecturas, me ha sorprendido darme cuenta de que en los últimos meses llevo dando vueltas por unos escenarios y unos temas que no he elegido, o que tal vez han llegado a mi por una sabiduría inconsciente del azar.

Así pues, sin darme cuenta, empecé a verme habitando una Inglaterra entre victoriana y eduardiana, con sus calles atestadas, sus colonias en peligro, sus dificultades para amar, su sexualidad soterrada que todo lo invade y ese interés por el espiritismo, el otro lado, los límites de la vida y la realidad.

Creo que este extraño fenómeno empezó cuando caí bajo el hechizo de Picnic en Hanging Rock, que lleva la fascinación por lo liminar al hasta la frontera final, tanto que sus heroínas más fascinantes, desaparecen por una misteriosa grieta entre dos mundos.

Quiero hacer la crónica de este recorrido que me mantuvo con el cuerpo en un verano mediterráneo pero el espíritu es un escenario oscuro, de papel pintado, amores viciados por falta de aire, mujeres en busca de un lugar en el mundo, diferentes condenados al silencio o la marginalidad.

Empiezo por el último de esta serie por una razón peregrina, es un libro de la biblioteca pública que tengo que devolver pronto. Es Arthur & George de Julian Barnes, Editorial Anagrama, 2007 de la colección Panorama de Narrativas, con traducción de Jaime Zuleika.

La narración se mueve en ese fangoso terreno entre historia y ficción pero empieza con una inteligente decisión creativa: Barnes no recrea algún episodio glorioso o manido sino que rescata un escándalo ya perdido en la marea de la historia relativamente reciente. Un abogado de provincias, George Edalji, es condenado de manera injusta y contraevidente por unos sangrientos ataques a animales, rodeados una campaña de anónimos crueles y delirantes. Sú unico delito parece ser su aspecto étnico, herencia de su padre parsi, la marca del mestizo que a la sociedad rural le cuesta incorporar en su universo. Es aquí donde entra la gallarda figura del Sir Arthur Conan Doyle, que se interesa por el caso, saca a la luz los burdos fallos y prejuicios que han rodeado el veredicto.

La narración va moviendo el foco de una biografía a otra, de la famosa a la casi anónima. Curiosamente, el personaje de George Edalji tiene más sustancia y está más coloreado que el de Sir Arthur, de alguna manera es más real, aunque el autor con seguridad tuvo muchos menos datos de él que del famoso escritor, es como si Barnes pudiese tejer con más libertad a su personaje más oscuro.

Otra paradoja, la investigación que hacer Sir Arthur del caso Edalji, no tiene nada de sherlockiana, parece más centrada en el sentido común y en el intento de apartar el velo de los prejuicios de la realidad, se abstiene de revelaciones sorprendentes y se centra en remediar la absoluta falta de rigor de la investigación oficial. Los mandamientos de la caballerosidadn marca la vida de Arthur, su madre le enseñó dos cosas que no se aprenden en la escuela ni en la iglesia, a saber: "ser intrépido con los fuertes; humilde con los débiles" y "ser caballeroso con las mujeres, sean de alcurnia o de casta baja”.

Algo que tienen en común los dos personajes es el lento pero irreversible marchitamiento de su fé religiosa. Pero hay que creer en algo: George cree en la ley, en el sistema. George, pequeño topo sin carisma, cuyo heroísmo consiste sólo en decir la verdad y en perseguir el cuadriculado sueño de la normalidad. Arthur cree en la razón, en la capacidad humana para conocer y someter al naturaleza, paradoja de paradojas, termina creyendo en el espiritismo.

Una libro bello, imperfecto, un poco largo a mi juicio. Aún así, una lectura que se hace plácidamente, intentando no respirar en los tramos más oscuros del camino y disfrutando de los arduos triunfos de la justicia sobre la miseria humana.

domingo, 5 de junio de 2011

PICNIC EN HANGING ROCK




Esta novela está llena de fenómenos extraños, uno de ellos y no el menor, es que  nadie se hubiese ocupado traducirla y editarla en castellano antes. Es raro porque tiene todos los ingredientes para cautivar al lector: una trama que parece irse tejiendo sola sobre sí misma con una cualidad casi orgánica, llena de capas de realidades superpuestas y de interpretaciones posibles; unos personajes que van ganado en complejidad y con ese algo misterioso que apela a los miedos atávicos pero que a la vez no te deja apartar la mirada de algo fascinante pero también repulsivo: la descomposición de la personalidad, el efecto traumático del cese de las normas que rigen la realidad sobre el ser humano. Con toda su profundidad y la amplitud de los registros que toca, es increíblemente fácil y placentera de leer.

Su autora, Joan Lindsay nació en Australia en 1886 y al parecer durante su juventud asistió a un colegio para señoritas similar al que construye con tanta maestría narrativa. Supongo que es en parte por ese motivo que la atmósfera resulta veraz y alucinante a la vez. Con un humor diabólico, confirmado por la montaña de teorías que ha generado esta narración, lady Lindsay, desde el comienzo juega con la sensación de que esta historia es la recreación de unos siniestros hechos verídicos pero deja expresamente en manos de los lectores la decisión de si la historia es ficción, realidad o un hijo ilegítimo de ambas.  La anécdota parece trivial: un grupo de adolescentes de excursión campestre por una curiosa formación rocosa, que celebra el día de San Valentín, se topa con la tragedia y tres de ellas, junto con una de las profesoras, desaparecen.

En el universo de las letras anglo los seguidores de este relato son legión, tanto los que creen que estos hechos acontecieron y que la autora actuó como cronista de la tragedia, como los escépticos que rastrean la carencia de pruebas fácticas (como por ejemplo que no existe ninguna nota de prensa contemporánea al suceso o que el día de San Valentín del año en cuestión no cayó en sábado), o los que se limitan a caer víctimas de su ominosa fascinación, sin cuestionarle los orígenes.

El relato bascula, podría encajarse a la perfección en un Expediente X bajo la etiqueta de abducción alienígena, locura colectiva o grieta en el continuo espacio-tiempo. La voz narradora, con una perversa sabiduría, no se inclina por ninguna teoría sobrenatural pero las insinúa todas.

Es un tópico decir que en una novela el paisaje es uno de los personajes principales. En este caso, habrá que pagar el peaje de los lugares comunes porque desde el título, queda claro que el entorno marca el tono y el ritmo de este relato. Aquí el paisaje no se conforma con hablar o con interrogarnos: abre sus oscuras fauces para devorar almas y —más raramente— regurgitarlas.

En el fondo de la narración hay un pulso entre dos realidades: la civilizada, normativa y encorsetada (literalmente) del internado para señoritas ricas Appleyard, que intenta  reproducir la educación y los valores de la metrópoli victoriana, frente al entorno de salvaje vitalidad de la Australia del naciente siglo veinte.

Un universo femenino, cerrado y agobiante, tan bello como avocado a la desesperación; una especie de crisálida colectiva pensada para que las jóvenes perfeccionaran sus modales, su elegancia, su belleza y de forma muy secundaria, su intelecto. En la absurda mansión gótica, de una estética tan reñida con el entorno, que parece teletransportada desde un húmedo páramo inglés a la soleada llanura australiana, la vida bulle con el frenesí de los conflictos de la adolescencia, los odios y afectos entre profesoras y alumnas y los pequeños acontecimientos que van marcando el paso de los ciclos y las estaciones.

Lejos del gótico clásico, donde el horror proviene del lado oscuro de las mansiones, de los esqueletos emparedados entre subterráneos y pasadizos, aquí viene de fuera, de lo salvaje, lo innombrable, lo inexplorado y se infiltra en la piel de los protagonistas hasta arrastrarlos al abismo de la locura y la muerte, que algunos contemplan con horror fascinado, mientras que otros se despeñan sin remedio.

Todo el relato está puntuado por la fuerza de una sexualidad latente, subterránea y poderosa. El enigma del amor entre mujeres queda atado por la fuerza de lo no expresado, de los enamoramientos silenciosos y no reconocidos como tales pero aún así de una fuerza desestabilizadora sobre el pequeño núcleo social. La mirada narcisista sobre la belleza propia y la mirada idealizante sobre la ajena, puntúan un juego de espejos en el que los personajes van construyendo su identidad.

Desde el punto de vista editorial, tiene todas las virtudes propias de Impedimenta: el trabajo impecable de traducción de Pilar Adón, la delicadeza en el diseño de la colección y la elección de las portadas, la calidad del papel y la encuadernación (no es desdeñable el hecho de poder leer, releer y subrayar sin que el pobre ejemplar se te deslome entre las manos), la legibilidad de la tipografía, amén de un estudio a manera de introducción, pertinente, en especial en el caso de este tipo de libros que se publican por primera vez en castellano.

Puesta a buscar algún pero a esta edición, diría que el estudio de Miguel Cane, podría lucir más como postfacio porque en algunas materias, incurre en el moderno pecado del spoiler. Sé que es un tropiezo que no afectará a los lectores más curtidos y que es imposible hablar de un relato sin desvelar algo de su trama pero a la lectora infantil y caprichosa que aún vive dentro de mí, le gusta llegar con la mayoría de los secretos de la trama intocados y vírgenes. Creo también que por momentos se afana en etiquetar sensaciones, que justamente constituyen parte del alma del misterioso encanto de la historia, especialmente cuando trata el personaje de Miranda, ese cisne  que parece ir por la vida con la conciencia de que su perfección no puede estar hecha para perdurar. Parece además que por momentos el autor no puede desligarse del poderoso imaginario de la versión cinematográfica de Peter Weir, que aunque es magnífica, es extraño que tenga tanto peso en un ensayo que prologa la novela.

Sobre la película que, confieso, corrí a buscar poco después de terminar el libro, hay abundante material en la red, especialmente en los foros de IMDB, que proponen todo tipo de interpretaciones (algunas deliciosamente delirantes) y análisis de detalles del lenguaje secreto que parece proponer.

Del libro y más tangencialmente de la película hay una interesante reseña en el blog de David Pérez Vega (Desde la ciudad sin cines, Picnic en Hanging Rock por Joan Lindsay).

Quedan muchas cosas pendientes que decir sobre este libro: las alusiones al mítico y perdido capítulo 18 que ofrecería una conclusión a todos los misterios que quedan abiertos en la versión que finalmente vio la imprenta; el rasgo autobiográfico de la autora que tenía una especie de magnetismo que hacía detenerse los relojes; los aparentes errores e imprecisiones como guiños en relación a la verdadera naturaleza de la obra.

Como toda obra de arte que valga la pena, sus oscuridades son tan interesantes como su lado visible y no dejan reinterrogar y acechar al lector una vez que ha cerrado su volumen.

Imagen: Portada del libro publicada con autorización de Impedimenta. (Mi agradecimiento a Enrique Redel por su ayuda)

sábado, 19 de marzo de 2011

HISTORIA DE LA REINA LEÓN (PRIMERA PARTE)

La gran reina León llevó a aquella tierra inhóspita de palurdos, a convertirse en un imperio floreciente, en donde el populacho se entretenía con las delicadas historias del país de las hadas y aunque no dejaron de visitar la taberna ni la iglesia, convirtieron a los teatros en sus verdaderos templos. La reina León llegó al trono por una serie de excepcionalidades, siendo la principal que fue hija única y póstuma, y que se suponía que sería un hombre.

En los tiempos de la reina León, también en el imperio rival reinaba una mujer, la reina María, en teórica sociedad con su marido, porque la suya era la unión de dos príncipes herederos, aunque todo el mundo sabía que el rey sólo vivía para la caza, los banquetes y las mantenidas, que era, en fin, una hermosa figura decorativa.

De dos maneras diferentes, tanto la reina León, como la reina María habían demostrado no únicamente que una mujer podía reinar, sino que podía levantar un imperio donde antes sólo había barro. Las dos se habían apoyado en la Iglesia para lograr sus propósitos. De la reina María se decía que todos los días pasaba una hora rezando antes de que saliera el sol, de rodillas en el suelo de una capilla de piedra desnuda, levantando de vez en cuando la mirada hacia el rostro doliente de su virgen católica. Esta y otras mortificaciones de la carne le habían dado la fuerza para marchar a la vanguardia de su ejército ataviada con la cota de mallas con la que había muerto su padre. Era una reina implacable pero su pueblo la adoraba, tuvo siete hijos, de los que sobrevivieron cinco, espléndidos príncipes y princesas, siempre vestidos de terciopelo negro e instruidos directamente por su madre en las artes de la política.

La reina León había recibido una iglesia joven, producto de un cisma, un credo con más fervor que poder. Ella la había convertido en su iglesia y como eran iconoclastas, había hecho de sí misma el emblema viviente de la nueva fé. En público siempre vestía las telas más ricas y bordadas e inventó una moda personal en la que la cabeza y los brazos surgían de un mar de espuma de encaje, sus coronas eran superlativas y sus faldas estaban sustentadas por tal cantidad de metal, que pasó años sin verse los zapatos. En las ocasiones señaladas, calzaba dramáticos coturnos que la hacían más alta que los hombres más altos de la corte y le daban un andar hierático y flotante.    Cuando sus súbditos la veían despidiendo a sus navíos de guerra, pensaban en un ángel terrible y bello, un ángel de la muerte; cuando la veían repartiendo limosna o visitando una escuela de huérfanas y menesterosas, evocaban a la madre magnánima y nutricia.

sábado, 12 de marzo de 2011

HELENA, EL MONSTRUO Y LA BELLEZA

Odio esta belleza mía. Es como una máscara que llevo pegada sobre mi verdadero rostro. No, es peor. Por lo menos las máscaras tienen agujeros para los ojos. En cambio, mis ojos son parte de esta resplandeciente superficie pulida por algún dios perverso o desocupado. Cuando las gentes creen extasiarse ante la perfección de mis ojos azul‑violeta, lo que en realidad hacen es mirarse en unos espejos que reflejan la medida de su deseo, frente a la cual sólo hay dos salidas posibles: el ansia de la posesión o el ansia de la envidia. Dos ansias que en estado puro son perversas y destructivas. Y la belleza en estado puro, como la mía, sólo produce ansias puras. La mía no es una belleza que se pueda amar.


La pureza es horrible, las cosas en estado puro no son propias de lo humano. Ningún artista hace una obra con pigmentos puros, los colores son fruto de un tratamiento basado en la mezcla y la dilución, a veces el espectador cree distinguir algún toque de color puro pero esa ilusión es sólo parte de la maestría del pintor. Cuando era niña, el orfebre de mi padre me hizo un colgante con la forma de una esfera perfecta, que se convirtió en mi favorito porque al ponérmelo, noté un ligerísimo achatamiento en su parte superior que hacía que reflejara la luz de una manera deliciosa. Lo perfecto no existe más que en los tratados de geometría, las formas ideales deberían reservarse para el discurso de los filósofos y los matemáticos, la realidad no las procesa de forma adecuada, sólo puede adorarlas o aborrecerlas.


Los buenos perfumes, las buenas comidas son lo contrario de la pureza. Son construcciones elaboradas que superponen capas y sensaciones, que resaltan una cualidad, a veces hasta dar la sensación de anular las otras. Las esencias puras resultan chocantes, cuando no decididamente repulsivas para los sentidos.

La mía, es una belleza monstruosa. Al monstruo no se le puede dejar de mirar, a mí tampoco. El monstruo es distinto, de otro orden no del todo humano, una mezcla de elementos bestiales y divinos. También yo soy así, deberían meterme en una jaula y cobrar una moneda a los espectadores. Sería mucho más edificante que dejar que los hombres se destruyan por mí.


El invierno pasado, un contador errante de historias nos relató cómo en el reino de Minos se ofrecían doncellas y donceles para apaciguar al Minotauro que recorría siempre hambriento y furioso su laberinto. Esa noche soñé por primera vez con el amor, soñé que me dejaban en la puerta sacrificial del laberinto y que portaba la antorcha fragante de las víctimas propiciatorias. La gente lloraba por mi belleza y mi pureza a punto de ser destruidas pero yo tenía prisa por despedirlos y verle por fin. Eché a correr por los pasillos que se retorcían sobre sí mismos, dejándome guiar por el olor salvaje de mi verdugo, hasta que vi refulgir sus ojos teñidos de sangre y salté sobre él. Los dos teníamos hambre acumulada en nuestras soledades de monstruos y nos descuartizamos el uno al otro. Amé cada parte de su naturaleza taurina y humana: su cornamenta de medialuna, su pelo zaino, su sexo prodigioso, la dulzura de sus ojos de bestia, el aire caliente que echaba por los hollares.


Sí, el amor, la cabeza de la bestia dormida en mi regazo, mis famosas manos de mármol acariciando su suave hocico de ternero. El laberinto ya no sería una cárcel sino una casa en la que no harían falta los espejos.

Ilustración: Mujer laberinto (Sr. Roofer).

martes, 15 de febrero de 2011

SÓLO ROSAS


SÓLO QUIERO ROSAS

Hay muchos pueblos pintorescos en Extremadura, hay otros que alcanzan ya la categoría de la belleza conmovedora. Este pueblo en cambio, aunque tiene un cierto aire de prosperidad, es más bien adusto. Las construcciones no se entretienen en la estética y van a lo práctico: una casa es una casa, ni siquiera abundan los jardines, que los vecinos en su mayoría parecen considerar una frivolidad.

Tal vez por eso esta casona destaca, aunque no sea la más grande ni la más rica del pueblo. Las rosas. El jardín se abre con unas tímidas rosas blancas de té, en el muro unas trepadoras amarillas, luego sólidos macizos de American Beauty rojas (no sé cómo habrán cruzado el oceáno hasta aquí), detrás, una explosión de florescencia que va del magenta casi al púrpura. En este jardín no hay nada más que rosas. Parece una especie de declaración de rebeldía.

Pero aquí no termina la excentricidad, el que tenga la fortuna de entrar podrá disfrutar del reino de los azulejos alucinógenos (ver foto). Tal vez son una forma deprolongar lapresencia de las rosas más allá de la primavera.

domingo, 13 de febrero de 2011

UN VAQUERO PERDIDO EN MADRID

Alineación al centro
UN VAQUERO PERDIDO EN MADRID
(Where is your horse?)

Trascripción fidedigna del diálogo (oído a hurtadillas) entre una pareja sentada en un trocito de césped privilegiado frente a un atardecer de verano. El vaquero está recostado en el murete del mirador.

Hombre: Hay que tener un par de huevos...
Mujer: Sí hay que tener valor, esos vaqueros tan ceñidos con el calor que hace y, encima, negros.
Hombre: Parece que no le importa, es como si llevara un halo de tristeza encima que lo hace invulnerable al clima.

Un niño se cae de su bicicleta, derrapa en el suelo de arena por evitar a una guiri que corre en mini shorts. Parece un pequeño jinete tirado por su caballo pero se levanta con un pundonor y una incipiente hombría que el vaquero contempla con envidia. Se vuelve a a subir y decide ir por los adoquines, como si ya hubiese corrido suficiente peligro por ese día.

Mujer: Mírale las botas ¿serán de piel de serpiente verdadera?
Hombre: Supongo que sí, tal vez por eso lleva los pantalones tan altos, para enseñar las botas, mira como brilla la puntera de metal.
Mujer: Tienes razón en lo del halo de nostalgia.
Hombre: No dije nostalgia, dije melancolía.
Mujer: Es lo mismo, igual tiene nostalgia de algo que aún no ha conocido.
Hombre: Je, je,je...
Mujer: ¿De qué te ríes?
Hombre: De que tienes razón, seguro que se está preguntando qué hace aquí en lugar de estar bebiéndose una cerveza en un bar de la Carretera 57 de Amarillo a Texas.
Mujer: ¿Cómo sabes que Amarillo existe y que hay una carretera de allí a Texas?
Hombre: No sé, supongo que me lo acabo de inventar.

Aparecen unos músicos jóvenes con una guitarra eléctrica, una trompeta y un amplificador pequeño. Tocan jazz y bossanova, viejos clásicos que todo el mundo conoce. El césped y la fuente aledaña adquieren un aire distinguido, como de hotel de la Riviera o del Caribe cuando era elegante. Todo cambia, debe ser la luz color melocotón del atardecer que va a juego con la música. La gente parece más guapa. La mujer enciende un cigarrillo y el hombre le pasa la mano por el pelo. Ahora es el vaquero quien los mira, se advierte una lenta lágrima en su mejilla.

Fotografía: Sr. Roofer

sábado, 5 de febrero de 2011

CURSO DE LITERATURA RUSA

“Después del derecho a crear, es el derecho a criticar el don más valioso que la libertad de pensamiento y de expresión puede ofrecer”, dice Vladimir Nabokov en el pasaje que introduce sus lecciones de literatura rusa. El editor nos aclara que este texto estaba en una hoja suelta que no encajaba en ninguna de las lecciones en particular, probablemente porque vale para todas.

Lo que el escritor intenta transmitir a sus jóvenes estudiantes de Wellesley y Cornell (su carrera académica norteamericana se desarrolló entre 1941 y 1958) es la importancia del espíritu crítico como piedra fundadora de un clima de libertad social y cultural. Si nos paramos a examinar sus lecciones con cierto detalle, descubrimos que la alta literatura es el instrumento más afilado de crítica. No porque lo pretenda, sino porque la mirada del artista tiene la capacidad de romper el velo de lo cotidiano y exponer el revés del mundo en que habita.

No puedo evitar que me corroa la envidia al imaginar el privilegio de estar en una de esas clases, que además no eran parte de un doctorado o de un seminario especializado; eran para estudiantes no iniciados en la literatura rusa y, en ese sentido, eran lecciones de amor; amor apasionado y puntilloso por el arte, por la literatura y por Rusia. Hasta en el tratamiento de los autores que Nabokov consideraba imperfectos, se percibe un nivel de penetración, de interés por el detalle, que solo se puede tener por las cosas que se aman. En su análisis de Ana Karenina, extiende la novela al trasluz como si se tratara de un rico tapiz y nos va señalando los bordados más hermosos, los brocados más opulentos, los inimitables trenzados de hilo de oro pero lo que es más notable, es que también nos muestra los fallos del tejido, las pequeñas puntadas enmendadas, los fragmentos que no han envejecido bien.

Mi edición en rústica de 1997 de Curso de literatura rusa, ha amarilleado prematuramente (he oído que el buen papel puede durar hasta seiscientos años impoluto) y está muy estropeada por los subrayados abusivos pero sé que ninguna relectura me decepcionará. Cada vez que regreso a estas páginas salgo con renovados de deseos de comerme a todo Tolstoi, Dosteyesvski (a pesar de los palos que le da), Turguéniev (más palos: “No es un gran escritor, aunque es un escritor agradable”), Gógol y Chéjov.

La magia de este libro es que aunque no hayas sido uno de los pocos privilegiados de la lista de clase del profesor Nabokov, estás ahí oyendo la voz implacable pero a la vez llena de una inalienable pasión por el arte, del maestro, que nos enseña que, en última instancia un buen crítico no es nada más ni nada menos que un buen lector que nos cuenta sus lecturas.

He visto que acaban de reeditarlo. No pretendo hacer publicidad pero, de verdad, quien pueda, que se lo compre, el que no, presione a su bibliotecario para que lo encargue, léalo a hurtadillas en la librería, etc.

domingo, 23 de enero de 2011

LA CORRECTORA DE LÁPIDAS I

LA CORRECTORA DE LÁPIDAS

Hizo un curso de corrección profesionalde textos: navegó en los procelosos mares de la orto-tipografía, se peleó a muerte con el gerundio, aprendió el alfabeto simple pero engañoso de las llamadas de corrección.

Sufrió porque se dio cuenta de que no era ni la mitad de inteligente de lo que ella se consideraba (que tampoco era demasiado), pero perseveró porque estaba segura de que el trabajo del corrector, minucioso y a veces casi obsesivo, era lo más hermoso que con sus limitados medios, podría hacer: quitar cualquier pequeña mota del ojo de la belleza. Eso sería pulir y dar esplendor a la lengua, mucho más que las normativas contradictorias de unos elevados académicos.

Terminó el curso con una nota, no brillante pero sí bastante digna, teniendo en cuenta que sus compañeros eran tres jóvenes lingüistas, un periodista deportivo, una profesora de lengua, una traductora de carrera, un editor de mesa y un pobre corrector que había sido enviado a hacer el curso como castigo por haber señalado un leísmo a un intocable pope de la novelística española, el vengativo escritor quería sucabeza, pero su jefa, con la que había tenido una breve aventura en la cena de navidad de la empresa, se había apiadado y lo había enviado al gulag del curso para aplacar al famoso juntaletras. En fin, que se había defendido y había aprendido mucho en medio de ese grupo de especialistas y cuando fue a buscar su certificado, se sintió muy feliz. Tan feliz, que quiso celebrarlo de alguna manera y no se le ocurrió otra cosa que entrar al bar de frente a la academia y tomarse algo.

Como salía poco no estaba familiarizada con la semiología de los bares y terminó entrando en La Coquette, una vieja cueva del Madrid de los Austrias, que llevaba años reinando como el garito veterano del blues en la capital. Los dueños eran moteros y sus grandes vehículos, aparatosos, negros y brillantes como escarabajos rodantes, eran un segundo cartel del local aparcado junto a la puerta. Fue la primera clienta de la noche y en cuanto se sentó en la barra se dio cuenta de que había cometido un error, nunca había entrado sola en un bar y justo la primera vez tenía que ser en uno atendido porun par de ángeles del infierno de barbas exhuberantes. De cualquier manera, le pareció que hubiese sido una grosería levantarse, así que se pidió una cerveza (parecía lo más apropiado) y pensó que se la bebería rápidamente, la pagaría y se iría.

Pero las cosas casi nunca salen como uno se lo espera y como los ángeles del infierno se aburrían, decidieron interrogar a esa chica tan poco común con pinta de secretaria de los años cincuenta, que les contó de su curso y sus ilusiones de trabajar como correctora y así intentar vivir de lo que era su pasión: leer. Como conocían a mucha gente, los ángeles se quedaron con su correo electrónico y le prometieron avisarle si sabían de algo. Como era miércoles, había concierto, unos viejos músicos que ya no iban a ser famosos pero que podían entenderse con los ojos cerrados. Al final fueron tres cervezas, todo un concierto sumida en el asombro y en una extraña felicidad.

Tuvo que irse en taxi porque tes cervezas eran mucho para ella. Fue una extraña celebración y, aunque ella no lo supiera, el inicio de su carrera como correctora de lápidas.