domingo, 5 de junio de 2011

PICNIC EN HANGING ROCK




Esta novela está llena de fenómenos extraños, uno de ellos y no el menor, es que  nadie se hubiese ocupado traducirla y editarla en castellano antes. Es raro porque tiene todos los ingredientes para cautivar al lector: una trama que parece irse tejiendo sola sobre sí misma con una cualidad casi orgánica, llena de capas de realidades superpuestas y de interpretaciones posibles; unos personajes que van ganado en complejidad y con ese algo misterioso que apela a los miedos atávicos pero que a la vez no te deja apartar la mirada de algo fascinante pero también repulsivo: la descomposición de la personalidad, el efecto traumático del cese de las normas que rigen la realidad sobre el ser humano. Con toda su profundidad y la amplitud de los registros que toca, es increíblemente fácil y placentera de leer.

Su autora, Joan Lindsay nació en Australia en 1886 y al parecer durante su juventud asistió a un colegio para señoritas similar al que construye con tanta maestría narrativa. Supongo que es en parte por ese motivo que la atmósfera resulta veraz y alucinante a la vez. Con un humor diabólico, confirmado por la montaña de teorías que ha generado esta narración, lady Lindsay, desde el comienzo juega con la sensación de que esta historia es la recreación de unos siniestros hechos verídicos pero deja expresamente en manos de los lectores la decisión de si la historia es ficción, realidad o un hijo ilegítimo de ambas.  La anécdota parece trivial: un grupo de adolescentes de excursión campestre por una curiosa formación rocosa, que celebra el día de San Valentín, se topa con la tragedia y tres de ellas, junto con una de las profesoras, desaparecen.

En el universo de las letras anglo los seguidores de este relato son legión, tanto los que creen que estos hechos acontecieron y que la autora actuó como cronista de la tragedia, como los escépticos que rastrean la carencia de pruebas fácticas (como por ejemplo que no existe ninguna nota de prensa contemporánea al suceso o que el día de San Valentín del año en cuestión no cayó en sábado), o los que se limitan a caer víctimas de su ominosa fascinación, sin cuestionarle los orígenes.

El relato bascula, podría encajarse a la perfección en un Expediente X bajo la etiqueta de abducción alienígena, locura colectiva o grieta en el continuo espacio-tiempo. La voz narradora, con una perversa sabiduría, no se inclina por ninguna teoría sobrenatural pero las insinúa todas.

Es un tópico decir que en una novela el paisaje es uno de los personajes principales. En este caso, habrá que pagar el peaje de los lugares comunes porque desde el título, queda claro que el entorno marca el tono y el ritmo de este relato. Aquí el paisaje no se conforma con hablar o con interrogarnos: abre sus oscuras fauces para devorar almas y —más raramente— regurgitarlas.

En el fondo de la narración hay un pulso entre dos realidades: la civilizada, normativa y encorsetada (literalmente) del internado para señoritas ricas Appleyard, que intenta  reproducir la educación y los valores de la metrópoli victoriana, frente al entorno de salvaje vitalidad de la Australia del naciente siglo veinte.

Un universo femenino, cerrado y agobiante, tan bello como avocado a la desesperación; una especie de crisálida colectiva pensada para que las jóvenes perfeccionaran sus modales, su elegancia, su belleza y de forma muy secundaria, su intelecto. En la absurda mansión gótica, de una estética tan reñida con el entorno, que parece teletransportada desde un húmedo páramo inglés a la soleada llanura australiana, la vida bulle con el frenesí de los conflictos de la adolescencia, los odios y afectos entre profesoras y alumnas y los pequeños acontecimientos que van marcando el paso de los ciclos y las estaciones.

Lejos del gótico clásico, donde el horror proviene del lado oscuro de las mansiones, de los esqueletos emparedados entre subterráneos y pasadizos, aquí viene de fuera, de lo salvaje, lo innombrable, lo inexplorado y se infiltra en la piel de los protagonistas hasta arrastrarlos al abismo de la locura y la muerte, que algunos contemplan con horror fascinado, mientras que otros se despeñan sin remedio.

Todo el relato está puntuado por la fuerza de una sexualidad latente, subterránea y poderosa. El enigma del amor entre mujeres queda atado por la fuerza de lo no expresado, de los enamoramientos silenciosos y no reconocidos como tales pero aún así de una fuerza desestabilizadora sobre el pequeño núcleo social. La mirada narcisista sobre la belleza propia y la mirada idealizante sobre la ajena, puntúan un juego de espejos en el que los personajes van construyendo su identidad.

Desde el punto de vista editorial, tiene todas las virtudes propias de Impedimenta: el trabajo impecable de traducción de Pilar Adón, la delicadeza en el diseño de la colección y la elección de las portadas, la calidad del papel y la encuadernación (no es desdeñable el hecho de poder leer, releer y subrayar sin que el pobre ejemplar se te deslome entre las manos), la legibilidad de la tipografía, amén de un estudio a manera de introducción, pertinente, en especial en el caso de este tipo de libros que se publican por primera vez en castellano.

Puesta a buscar algún pero a esta edición, diría que el estudio de Miguel Cane, podría lucir más como postfacio porque en algunas materias, incurre en el moderno pecado del spoiler. Sé que es un tropiezo que no afectará a los lectores más curtidos y que es imposible hablar de un relato sin desvelar algo de su trama pero a la lectora infantil y caprichosa que aún vive dentro de mí, le gusta llegar con la mayoría de los secretos de la trama intocados y vírgenes. Creo también que por momentos se afana en etiquetar sensaciones, que justamente constituyen parte del alma del misterioso encanto de la historia, especialmente cuando trata el personaje de Miranda, ese cisne  que parece ir por la vida con la conciencia de que su perfección no puede estar hecha para perdurar. Parece además que por momentos el autor no puede desligarse del poderoso imaginario de la versión cinematográfica de Peter Weir, que aunque es magnífica, es extraño que tenga tanto peso en un ensayo que prologa la novela.

Sobre la película que, confieso, corrí a buscar poco después de terminar el libro, hay abundante material en la red, especialmente en los foros de IMDB, que proponen todo tipo de interpretaciones (algunas deliciosamente delirantes) y análisis de detalles del lenguaje secreto que parece proponer.

Del libro y más tangencialmente de la película hay una interesante reseña en el blog de David Pérez Vega (Desde la ciudad sin cines, Picnic en Hanging Rock por Joan Lindsay).

Quedan muchas cosas pendientes que decir sobre este libro: las alusiones al mítico y perdido capítulo 18 que ofrecería una conclusión a todos los misterios que quedan abiertos en la versión que finalmente vio la imprenta; el rasgo autobiográfico de la autora que tenía una especie de magnetismo que hacía detenerse los relojes; los aparentes errores e imprecisiones como guiños en relación a la verdadera naturaleza de la obra.

Como toda obra de arte que valga la pena, sus oscuridades son tan interesantes como su lado visible y no dejan reinterrogar y acechar al lector una vez que ha cerrado su volumen.

Imagen: Portada del libro publicada con autorización de Impedimenta. (Mi agradecimiento a Enrique Redel por su ayuda)