domingo, 26 de enero de 2014

POR QUÉ NOS GUSTAN LAS MUJERES



Ya hablé antes aquí de Cărtărescu pero hoy es su reverso rosa el que viene a visitarnos. No es el narrador de esas salas subterráneas de la desesperación que pueblan El Ruletista, es más bien una voz seductora, la de un pintor de detalladas miniaturas femeninas, algunas son trazos en carboncillo de un rostro aún con curvas infantiles, otras mosaicos de cuerpos sensuales y dorados, en otras ni siquiera hay una mujer, son habitaciones en las que flota un perfume y alguna prenda abandonada habla de la nostalgia de esa presencia.

Las piezas que componen este libro, nos informa la introducción, fueron escritas para la versión rumana de la revista Elle (¡qué nivel tienen las revistas femeninas en otros países!) y aunque están unidas por la temática común de hablar de alguna mujer, son bastantes desiguales en su tono y en su estilo. A la vez que Cărtărescu dibuja a la heroína de turno también va construyendo una imagen, más bien una sombra palpable de quien cuenta a estas féminas: un adolescente sensible y algo presuntuoso que habla con citas literarias; un poeta en apuros de viaje con dos poetisas iracundas al borde de arrancarse los ojos entre sí; el joven que contempla maravillado el milagro del primer amor correspondido. Un hombre que parece multiplicarse con las mujeres a las que contempla.

Max Lacruz, autor de la introducción dice que el autor "se pregunta y nos pregunta" ¿por qué nos gustan las mujeres?  No estoy de acuerdo, no hay duda en su discurso, no hay una búsqueda de motivos, excepto tal vez en la última pieza del libro. Hay más una exposición que alterna el gozo con la agonía de amar a una mujer. Está el riesgo de la cursilería pero ser cursi es parte del enamoramiento y de la vida y Cărtărescu lo asume con valentía y sale casi indemne.   

Hay reflexiones sobre el poder de la belleza y de cómo el adjetivo "cautivador" encaja en el fenómeno que la belleza desnuda provoca en sus espectadores o ¿víctimas? Aunque nos habla de mujeres a las que ha amado, admirado y/o temido, no hay ese aire de catálogo o de colección de mariposas que pueblan los relatos de los Casanovas al uso, tal vez porque sabe mantener esa mirada asombrada propia de la verdadera literatura (aunque sea concebida para el papel couché) y tiene un punto encantador de modestia, casi de inocencia: "La verdad es que D. me sedujo (por la fuerza y la persuasión, más bien como un hombre seduce a una mujer) por su poder especial de soñar".

Lo sublime convive en estas páginas con su reverso: lo sórdido. La descripción alucinada de una valquiria que se dora al sol en la playa está precedida por la triste historia de cómo un joven, desesperado por perder la virginidad se encuentra con que la culminación de sus ansias se ha limitado a un triste intercambio en una tarde gris que ni siquiera se convierte en noche, se apaga, se extingue, como su deseo en los brazos de esa mujer que lo sacó sin un ápice de simpatía del jardín de su tardía infancia.

Como dije al comienzo, la calidad de los textos es desigual, algunos dejan al lector con una sensación de obra inacabada, de estudio que ha de servir como base para el retrato definitivo pero algunos son perfectos. Yo me quedaría con dos: "Zaraza", una historia de tangos desgarrados, una gitana de ojos negros, noches de cabaret y mafiosos de imaginación cruel, el trágico perfil del galán de la historia, Cristian Basile podría incluirse en un hipotético Por qué nos gutsan los hombres.

Sin embargo, mi favorita es tal vez la menos clásica "Encuentro en Turín", un relato de aire autobiográfico que narra una visita a esa ciudad mágica o aún diabólica y su fugaz encuentro, apenas algo más que un cruce de miradas y palabras con una mujer con un físico muy peculiar: una guía de museo enana que lo fascina y a la vez lo llena de auténtico pánico, hay algo apenas sugerido de la mezcla entre deseo y repulsión, realidad y pesadilla, un equilibrio estético muy difícil de lograr: "Y ocurrió, ya que la mujer que me llegaba a la altura del pecho, levantó su cabeza saturnina hacia mí, me miró a los ojos y suspiró «Mircea» con aquella intensidad con la que algunas veces oyes que te llaman por tu nombre, desde muy cerca, desde el propio cerebro, desde su centro, cuando estás muy cansado, a punto de dormirte".

Un único lunar. La compilación se cierra justamente con un texto titulado "Por qué nos gustan las mujeres", que encontré francamente edulcorado y hasta condescendiente con las mujeres, esos seres angelicales de bragas de florecitas y curvas de bizcocho, que solo follan por amor, devoran golosinas sin engordar y ni siquiera transpiran. Vamos, Mircea, ese compendio de esmalte de uñas, ropa bonita y perfume, a diferencia de los demás sí "canta" un texto de encargo para revista femenina.

Yo leí la primera edición de 2006 de Editorial Funambulista, Colección Literadura. Un formato cuadrado y pequeño, muy bonito, al que únicamente le pondría un pero: las ilustraciones de aire infantiloide que ni siquiera son feas con gracia, se quedan en feas a secas, se suponen debían ser un plus pero en mi opinión nada añadían a los retratos verbales tan vívidos. Del lado de los muchos aciertos, la traducción de Manuel Lobo suena muy natural y agradable.

En fin, una experiencia con altibajos pero que deja ver otra faceta de este autor que consigue la difícil maniobra de cambiar a un tono más juguetón y frívolo del que nos tiene acostumbrados y aún así seguir sonando como él mismo. Sigo apuntada con fervor al 

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sábado, 18 de enero de 2014

ALGO SUPUESTAMENTE DIVERTIDO QUE NUNCA VOLVERÉ A HACER (Historia de cómo perdí la virginidad con DFW)


Resulta que hay un santo contemporáneo que ascendió (o mejor, saltó) a los altares de la literatura por el doble despeñadero de ser un genio y ahorcarse el garaje de su casa. Caminó toda su vida sobre las brasas ardientes de la depresión y se ató a la rueda del martirio alternativo de las adicciones y las rehabilitaciones. Esta alma atormentada concibió una obra que ahora, ya años después de su muerte es casi unánimemente valorada como un hito de la literatura contemporánea por el público y la crítica.

Yo me había negado a leerlo reiteramente sin que las razones de esta terquedad estuvieran claras para mí misma. Supongo que una pizca de esnobismo, otra de indiferencia y un claro atraso en lectura de clásicos pueden explicarlo. Tal vez tenía un poco de miedo, ¿miedo de que? ¡Miedo al amor! A la promesa de un amor incombustibe y devorador por un santo que ya tiene suficientes devotos. Ah, sin olvidar el miedo a la decepción que otros "altarizados" y super brillantes genios como De Lillo me causaron en su momento.

Así, con temblores de virgen a la orilla del tálamo nupcial, abrí el ejemplar de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer que me trajeron los Reyes Magos y me despojé de mis vestiduras (metafóricamente, es un enero muy frío) y me dispuse a oír las divinas palabras apresadas en la ligera edición de bolsillo. Poco a poco los temblores fueron remplazados por sonrisas y a veces por carcajadas (atizadas, en particular por las notas a pie de página aquejadas de gigantismo crónico), aunque también por suspiros y promesas de relectura eterna al cronista de esta alucinación en tecnicolor. Si un genio torturado me hace reír, entonces se ha ganado mi corazón, por lo menos mientras dure la lectura.

Esta es la crónica de un encargo que, con lo que considero un gran olfato para crear tesoros, le hizo la revista Harper's a Foster Wallace, que debía embarcarse en un crucero caribeño y simplemente escribir una "gigantesca postal" con sus vivencias. Está claro que no fue una elección inocente, algo de maldad hubo en poner a este depresivo e irónico intelectual a cantar las delicias azucaradas de la diversión enlatada de un crucero.  Inciso: ¿por qué las revistas femeninas en español nunca hacen este tipo de cosas? Yo me cansé de comprar esos hinchados catálogos publicitarios de portadas brillantes y mínima prosa de cartón que bien podrían incluir algún artículo de calidad entre los zapatos y los perfumes para que enterarte de los colores de la temporada no vaya necesariamente aparejado con un insulto a la inteligencia. Fin del inciso.

David (en este punto ya dejo la hipocresía de llamarlo por su apellido) se embarca en el Zenith, un crucero lujo al que en su relato rebautiza (una broma no demasiado rebuscada, reflejo de su estado anímico) como Nadir. Siete días por los archipiélagos del Caribe en el vientre de una gran ballena blanca, un monstruo que digiere a los pasajeros en sus entrañas y les promete un retorno al útero primigenio en el que todos sus deseos serán atendidos antes de que tengan tiempo siquiera de formularlos y el lujo los envolverá como una tibia placenta que les hará olvidar sus problemas de adultos y pasar unas vacaciones en el paraíso infantil de los deseos atendidos.

El barco (es raro llamar barco a algo que es más como un Hilton flotante) es un complejo que funciona a la perfección repitiendo los ciclos de alimentación-sueño-diversión prometidos por su diabólico folleto publicitario y se alimenta de la sangre de sus aterrorizados y sonrientes empleados (el análisis de la sonrisa profesional es de una profundidad desarmante) bajo el yugo de la cruel tripulación griega. La limpieza es una constante obsesiva en este universo y las investigaciones del autor a este respecto son hilarantes.

Hasta el caribe tiene un aspecto extrañamente plastificado desde esta perspectiva: "He visto atardeceres que parecían manipulados por ordenador y una luna tropical que parecía más una especie de limón obscenamente grande y suspendido que la vieja luna de piedra de Estados Unidos a la que estoy acostumbrado". En el Caribe verdadero esa belleza apabullante está matizada por imperfecciones que la completan y la humanizan, como las picaduras de mosquito, el ron áspero o una súbita migración de cangrejos negros a través de la playa.

Haciendo gala de un esfuerzo de imparcialidad, la crónica incluye un detallado recuento de las virtudes del crucero: la excelencia de la gastronomía, la profesionalidad y la calidez (auténtica en algunos casos) de los camareros, el encanto hipnótico de las croupieres y hasta un atisbo de complicidad con alguno de sus estrambóticos compañeros de mesa. La calidad de cada detalle, desde las mullidas toallas de algodón hasta el efectivo pero terrorífico retrete aspirador hablan de un mundo sin fallos, sin olores, sin manchas. No obstante, este el recuento de una experiencia pesadillesca.

Hay diferentes tipos de pesadillas: están las clásicas, de monstruos o caídas desde un acantilado; las realistas, que concretan un miedo al abandono, la enfermedad o la decadencia; las conceptuales, en las que, por ejemplo, debes seguir obsesivamente el movimiento de un punto en el vacío o algo terrible ocurrirá; y, un tipo muy peculiar, las que empiezan como algo maravilloso, como una fiesta excesiva y desenfrenada, que por acumulación de estímulos se transforma en pura angustia, las luces estroboscópicas ciegan, la purpurina ahoga, los cuerpos ajustados y escotados parecen amenazantes trozos de carne... Esto es lo que pasa al protagonista, que con uan profesionalidad impecable lo prueba todo: el tiro al plato, el baile, la pisicina, las bandejas de fruta, las excursiones guiadas (un paseo por tierra firme con la seguridad de un cordón umbilical con la nave nodriza), hasta la biblioteca sin libros y el caviar (que le resulta asqueroso).

A pesar del agudo sentido del humor que tiñe toda su prosa, esta obra hace una profunda crítica a la cultura del consumo americano (pero sería aplicable con matices a todo occidente), de esa desbocada glotonería de placeres, que al final nos deja hinchados, sin capacidad de desear y a solas de nuevo con esa angustia que hace que de vez en cuando algún pasajero salte por la borda.

En resumen: bello e inteligente. Lo aconsejo para lectores que quieran reírse y pensar. Esa extraña combinación. 

Más información:

  • En el blog Listas de libros hay una reseña excelente que fue la que me abrió el apetito por este bocado gourmet. ¡Gracias!
  • Artículo "¿Ya os lo he dicho? Estoy loca por David Foster Wallace" de Begoña Méndez en la revista Pliego Suelto.
  • Un post (de 2008) a propósito de la muerte de DFW en el blog de David Torres
  • Un viejo artículo (2001) de Andrés Ibáñez en El País "El temor a ser visto como una vaca"

domingo, 5 de enero de 2014

EL RULETISTA


El Ruletista es un relato de Mircea Cărtărescu que hace parte de su libro Nostalgia. Lo trato aquí por separado porque lo he leído en la edición individual de Impedimenta. Cuando lo compré no había leído nada de este autor y era una forma económica de probar. Pues bien, el anzuelo ha funcionado, me encanta Cărtărescu, que es un autor poco propicio para las medias tintas, al parecer, se lo odia o se lo ama. 

Cărtărescu es el escritor rumano contemporáneo más reconocido en la actualidad y su nombre ha sonado en las quinielas del Nobel desde hace unos años, a ver si la Academia decide seguir en la línea Munro y darle el premio a alguien con talento, independientemente de las consideraciones sociopolíticas. Aunque visto por ese lado, también tiene buena munición, pues pasó toda su juventud bajo la dictadura de Ceaușescu, cuyo aparato de censura evitó que el relato que hoy me ocupa fuera publicado en su primer libro en prosa, El sueño.

 

Fotografía policial de un joven Ceaușescu. Fuente: Wikipedia

Uno de los grandes logros de este relato es la voz de su narrador, un viejo literato desencantado de la vida y del arte que aún así, se aferra a contar esta última historia, que define de inverosímil pero real, a través de la cual quiere arañar un trocito de inmortalidad. Refiere el innominado narrador que conoció al protagonista de su historia desde que ambos eran niños y que posiblemente fue lo más parecido a un amigo que este oscuro ser llegó a tener. Para poder contar la historia ha de remontarse al pasado de su juventud, durante el cual se vivió la edad de oro de la ruleta rusa y pudo suceder que un personaje como el Ruletista, un hombre sin atributos particulares más allá de una cierta brutalidad, un apetito encendido por el alcohol y una lujuria criminal, se convirtiera en el ídolo del momento. En realidad, este hombre sí tenía una peculiaridad: nunca en su vida tuvo suerte en ningún tipo de juego que implicara al azar: perdedor crónico a las cartas, los dados, el lanzamiento de herraduras, a elegir la pajita más larga. Como suele suceder, su sino de perdedor, no hacía más que encender sus deseos de ganar alguna vez. 

Como es previsible, dada su violenta naturaleza, el Ruletista va a parar a la cárcel y cuando es puesto en libertad, su alcoholismo lo pone en la cuesta abajo de una rápida decadencia, momento en el cual el narrador lo pierde de vista para reencontrarlo tiempo después sorprendentemente bien provisto de recursos y en compañía de gente de posibles en un restaurante elegante. Es la curiosidad por esta metamorfosis la que lo lleva a introducirse en el mundo de la ruleta rusa, una diversión del submundo que ha seducido a las elites del país y así descubre un sistema que por sencillo no es menos adictivo: una especie de promotor, conocido como "patrón", organiza la velada secreta, generalmente en sitios tan propicios como el sótano de una destilería abandonada a la que son convocados los "accionistas", público apostador sobre la suerte del infeliz ruletista que se dispara con un revolver cargado con una única bala, lo cual lo deja una nítida posibilidad entre seis de morir, la opción de perder . Los ruletistas son reclutados entre la hez de la sociedad y aún así no es fácil convencerlos, al fin y al cabo se está poniendo precio a lo único irrepetible que tiene el ser humano, por ese mismo motivo, son poquísimos los que están dispuestos a repetir la experiencia. Todas estas premisas son alteradas por el Ruletista, que no solo repite sus actuaciones sino que en una revolución del sistema, -que ya lo ha hecho rico- organiza una velada en  la que empuja aún más las posibilidades al dispararse con un arma cargada con dos balas en lugar de una pero no se detiene ahí y su conducta temeraria lo lleva cada vez más cerca del suicidio ritual que de la ruleta rusa, dotándolo de un aura fascinante y casi mística: "ha sido el único hombre al que le fue concedido vislumbrar al infinito Dios matemático y luchar cuerpo a cuerpo con él.".

Hasta aquí creo que he expuesto la tesis del relato, dejo a la curiosidad de los posibles lectores la explicación que Cărtărescu ofrece a la suerte sobrenatural de su Ruletista. Como creo que ya he dicho antes, una historia bien narrada sigue siendo igual de apetecible aunque alguien la haya acribillado a spoilers pero también creo que hay un espacio de intimidad entre un lector y la historia, una especie de virginidad (tal vez la única) que es bonito preservar en aras de verlo todo con ojos limpios y asombrados. 

Aunque el narrador advierte al inicio de la historia que no pretende hacer una hagiografía, al final más que la vida de un santo, lo que escribe es un martirologio, que narra con detalle las torturas a las que se somete al protagonista, sólo que en este caso vedugo y mártir son un único personaje, que arrastra a su incansable ángel de la guarda hasta las pocilgas más tristes de la iniquidad. "La literatura es teratología", suelta el narrador, sólo lo monstruoso, lo que se sale de la norma es material literario, no queda claro si esta afirmación es una declaración de intenciones o una confesión de un descubrimiento desesperanzador, suena más a lo segundo.

Una maniobra muy bien lograda en el relato es la que nos permite advertir cómo la ruleta pasa de ser un diversión, un vicio común a una ritual social. Aquí detecto un eco borgiano del camino análogo que recorió la lotería en Babilonia, en la que el juego se sublima y se condensa, de un simple divertimento a instrumento del destino. Igualmente borgiana es la mención a Agartha, el reino sibterrráneo, que introduce la idea de cómo el tiempo va mezclando la materia de lo real con la de los sueños y así, lo que hoy conocemos como mítico puede tener una mayor entidad que lo histórico.

El relato se cierra con una bella reflexión sobre la literatura como única esperanza de inmortalidad para los que no tienen fe. Esperanza de que los personajes renazcan cada vez que un lector los saca del letargo del libro cerrado. 

En pocas páginas una obra redonda, de una belleza poco común, que crea un universo cerrado y perfecto, un país sin nombre en el que no querríamos quedarnos a vivir pero al que nos alucina asomarnos.

La edición, como suele ser la norma en Impedimenta es cuidada, tanto que su mayor mérito es que después de un rato te olvidas de ella y te limitas a disfrutar de la lectura. La imagen de la portada, un deguerrotipo coloreado me parece particularmente bien elegida. La traducción e introducción son de Marian Ochoa de Eribe, una experta el literatura rumana. La introducción es interesante y bien documentada pero yo recomiendo leerla después del relato, siempre prefiero que la teoría venga después de la diversión. La traducción es limpia y agradable, sólo encontré dos pequeños lunares: en la página 18 hay una frase que debería estar en tercera persona pero aparece en segunda; y en la página 32 se habla de un "partido" de boxeo, un combate, por favor.  Mi ejemplar es de la primera edición, es probable que luego estas cosillas se hayan corregido.

Una anécdota final: tengo la suerte de tener mi libro firmado por el autor. Creo que hace un par de años cuando vino a la Feria del Libro, aún no era muy conocido en España y estaba más bien solito y aburrido en la caseta de Impedimenta, que se lució trayendo a una de sus estrellas. Parecía un tipo muy agradable, de palidez vampírica y pelo como ala de cuervo, llevaba un jersey de cuello vuelto negro, muy  de futuro Nobel y parecía muy dispuesto a conversar con los lectores que se acercaban poco a poco y era de este tipo de personas a las que la cara les cambia cuando sonríen. 



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