lunes, 30 de septiembre de 2013

CARTOGRAFÍA DE LAS PUTAS I

Camino mucho por Madrid. Casi siempre por motivos prácticos: ir y volver del trabajo; comprar la fruta en el mercado de Antón Martín; tomar un poco al sol mediodía y evitar que me crezca moho de oficina por encima. Será porque suelo moverme casi exclusivamente por el centro pero las putas son una constante en el paisaje urbano que me rodea. Puta, una palabra dura, tristemente adecuada a la realidad de estas amazonas de la calle. Meretriz tiene un sonido clásico, como de terciopelo rojo, plumas y  secretos de cama bien guardados. Prostituta, parece una mezcla ente profesional y sustituta, como una empleada temporal que suple una baja por enfermedad. Ramera, etimológicamente viene de los ramos de flores que las prostitutas medievales colgaban en sus puertas como enseña de su oficio, tampoco funciona. Trabajadora sexual, un término vagamente funcionarial, algo que nadie dice, salvo las asistentes sociales. Hetaira, sofisticada anfitriona de filósofos y políticos, descartado. Buscona, cortesana, mesalina... venerables antigüedades para poner en la repisa. Así que putas tendrán que ser.

Durante un tiempo se puede caminar y pasar por su lado como si fueran la colorida mercadería de una tienda de pájaros pero al cabo de unos días empiezas a verlas, más allá de sus minifaldas de polipiel, sus escotes rebosantes, su rimmel dorado. Ese gesto de cansancio que desmiente el porte de gata en celo y que termina con un receso sentada sobre una caja de cartón que hace de improvisado taburete.

Habrá que empezar por la calle Montera, escaparate de grandes almacenes del putiferio a precios populares. Junto al cine Acteón, el núcleo de las cada vez más jóvenes y bellas africanas, ruidosas, con una especie de algazara maniaca que imagino como un arma para defenderse los filos de la "vida alegre", frente a la comisaría de la policía municipal, rubias europeas del este siempre atentas a sus teléfonos. Junto a las zapaterías de remate, latinas de curvas radicales y rostro de miel templada. De todo un poco. Esta calle ha cambiado mucho en unos pocos años, ha pasado de una sordidez relativamente discreta a la rara mezcla que es ahora de terrazas soleadas en las que los turistas y algún nativo hacen cola para tomarse un yogur helado y los consabidos sex shops y los pisos de paso, donde imagino se consuma el comercio carnal.

En la esquina de Montera con Jardines, a media tarde, que es la hora en la que suelo pasar por allí, suele permanecer un grupo muy peculiar: un par de dominicanas con aire de ser familiares; una rusa que, al contrario que todo el mundo, se tiñe el pelo de rubio a negro; una diminuta morena siempre vestida de rosa Barbie y la más espectacular de la pandilla, una transexual de tensos pechos de silicona, tatuados con guirnaldas de flores que también se enredan por sus tobillos, irremediablemente masculinos y siempre trepada a los zapatos  más altos y más grandes que jamás he visto, prodigios de la industria del calzado, con franjas de vinilo florescente, tacones de metacrilato con perlas flotando dentro y un complejo aparataje de tiras destinado en vano a contener esas pantorrillas de jugador de fútbol. Nunca me he atrevido a hablarles, aunque las veo casi a diario pero a veces me voy con un fragmento de sus conversaciones enredado en la conciencia: niños que se escapan de colegio, lo caro que sale el alisado japonés, lo bien que caería una siesta en vez de estar aquí plantadas en la resolana. Justo al lado de su esquina hay un local chino, a medio camino entre el bazar de variedades y la tienda de alimentación, donde las he visto comprando gominolas de melón, ganchitos y helados tricolores, alimentos más propios de la merienda de una niña que de estas curtidas mujeres, que cada día se lanzan a la calle, rodeadas de los despreciables peces piloto propios de su oficio: proxenetas, hermanados por un repetido aire de satisfacción personal; viejos mirones que pretenden conversar y arrancar algún magreo gratuito; borrachos; locos.

Algún día me gustaría detenerme, invitarlas a un café, contarles algo de mi día, de cómo me quedé a terminar un informe o quiero ir a comprarme una chaqueta en el Mango de Gran Vía. También me gustaría saber más de ellas, de esas vidas que presumo construidas de pequeñas satisfacciones cotidianas y grandes dosis de sufrimiento. Se que esto nunca va a pasar, soy demasiado tímida para arriesgarme y me entristece pensar en la historia de esa parte del mundo que se va a quedar esperando a alguien que la pueda oír.

lunes, 16 de septiembre de 2013

LA REINA DE LOS AGUACATES


Cuando empecé con este blog mi intención era convertirlo es una especie de cajón de imágenes, una cuerda para atar recuerdos ligeros, de esos que al primer descuido se vuelan con el viento. Quería escribir de cosas que me hubieran causado alguna impresión profunda: películas, libros, lugares, gente. Al comienzo lo hice pero poco a poco empecé sólo a escribir sólo sobre libros, tal vez porque ocupan un lugar muy importante entre  las cosas que amo y le dan sentido a mi vida; tal vez hablar de experiencias lectoras es una forma de compartir algo muy íntimo sin borrar las líneas del decoro, aunque bien visto, una lista rigurosa de lecturas podría ser la autobiografía más reveladora.

En fin, toda la anterior introducción es porque hoy no hablaré de libros sino de una persona que conocí fugazmente pero que me gustó mucho. Este verano estuve visitando a mi familia en Colombia y uno de mis lugares favoritos allí es una casita de campo con un pequeño terreno que mis padres compraron en donde empieza la tierra caliente a un par de horas de la ciudad. Es un trayecto muy agradable, primero se termina la claustrofobia de la fea Avenida 80 y luego, poco a poco, entre el plástico de los invernaderos empieza a surgir la belleza verde de la Sabana de Bogotá. Justo a mitad del camino está el pueblo de Facatativá, que no es precisamente un lugar pintoresco, su arquitectura es inane y su plenarmiento urbano, inexistente. Las casas se apiñan como feos dientes picados en una boca que sonríe sin verguenza. Pero este pueblo tiene un atractivo indudable: está en el corazon de una región fértil y productiva, su mercado es estupendo. Allí es donde mi mamá se abastece para los largos fines de semana que pasa en su refugio campestre, muchas veces ofreciendo su generosa hospitalidad a numerosos y hambrientos invitados. Para los que disfrutamos del placer de la comida, puede ser un lugar que invite al consumo desaforado, si no se tiene cuidado, la belleza y la abundancia de las cosas puede arrastrarte y terminar comprando más de la cuenta, tanto que a duras penas entres en el coche, apretujado entre yucas y paquetes de la carnicería.

Compramos pollo, unas hermosas costilllas de cerdo, filetes de ternera, pensábamos en el asado. Luego fuimos a la zona de las frutas y verduras, las mandarinas estaban en su mejor momento  y el punzante sabor de las uvas isabelas me devolvió de golpe a un patio soleado de mi infancia. La señora del puesto de mazorcas nos dejó escoger de un gran bulto las que más nos gustaron, justo en su punto para asar.


Yo estaba pendiente los aguacates (todo el mundo sabe que un asado sin aguacates no es más que un montón de carne sin contrapunto) pero resulta que son un fruto tan aristocrático que no se expende en la zona común del mercado. No, son una especie de carros instalados en a calle, junto a la entrada los que manejan el material aguacatil de calidad, que además es bastante caro y complicado de encontrar dependiendo de cómo haya ido la cosecha.

Me dirigí al primer tenderete, los aguacates brillaban como gemas verdes bajo el cielo encapotado pero mi madre me detuvo porque ese no era su sitio habitual. Al otro lado de la calle, una mujer la saludaba con el brazo en alto. Una mujer joven pero llena de aplomo y autoridad, con una melena larguísima, perfectamente peinada y teñida con mechones rubios, su maquillaje encajaba perfectamente con sus ojos expresivos y con sus altos pómulos que el mejor cirujano de Hollywood desearía poder reproducir. Un escote vertiginoso desorientaba a los viandantes pero nadie arriesgaba un comentario pasado de tono, esta dama con sus tatuajes y sus curvas contundentes transmitía un poderío en calma, que no parecía sensato empujar a la acción.



Le debió parecer raro que le pidiera una foto pero accedió sonriente. Una perfecta mujer de negocios. Con unos gestos precisos nos cortó un par de rodajas de aguacate de prueba para que examináramos su calidad y punto de maduración, "pura crema", sentenció. Terminamos la transacción y me gustó especialmente su forma de contar el dinero y dar las vueltas, con delicadeza y sin prisas. Me despedí con la sensación de que esta chica era la reina de los aguacates de Facatativá porque la vida la puso allí pero que es uno de esos seres magnéticos que de inmediato dominan cualquier escena en la que les toque jugar.


Si algún día pasan por Facatativá, por favor no compren sus aguacates en otro sitio, vale la pena, sobre todo si te despide, con ese "Gracias, reina, vuelva por acá".

lunes, 9 de septiembre de 2013

LA PERRA DE ALEJANDRÍA



En la luminosa tarde de primavera en que visité la Feria del Libro todo prometía un solaz tranquilo, hasta las casetas frente a las que se enroscaba una larga cola de lectores para que les firmara su ejemplar un famoso televisivo y maquillado, parecían parte de un decorado feliz, una atmósfera en tonos pastel parecía saturar de oxígeno a la concurrencia que se olvidaba un poco de la crisis y desfilaba con bonitas bolsas de papel llenas de mundos  por descubrir.

Sin embargo, hasta en los universos más idílicos, si se busca, siempre hay una  una puerta a una dimensión más oscura y más secreta, a eones de los dichosos bibliófagos y de los cafés helados con nata montada. Esa puerta está camuflada como una inocente caseta, donde personajes casi siempre ataviados con camisetas que exhiben alguna criatura de belleza gótica, expenden flores envenenadas. Sí señores, la caseta de Valdemar, siempre envuelta en bruma ectoplasmática, frecuentada por damas atildadas que nunca se quitan las gafas de sol y adolescentes anémicos en busca de un trozo perdido de su alma. Allí los cuervos anidan a gusto y las urracas se embriagan de deseo ante el arca del tesoro rebosante.

El magnífico Alfredo Lara, de la librería Opar, que vende, amén de otros sellos, el catálogo completo de Valdemar, oficia como sacerdote de este culto secreto y a veces hace de médium entre el mundo de los editores y el de los lectores. El año pasado me descubrió ese jardín oscuro y sangrante que es La fase del rubí. Este año, quise repetir con Pilar Pedraza y, tras discutirlo un poco nos decidimos por La perra de Alejandría. Alfredo, joya de libreros, me advirtió que aunque era una historia escrita con las virtudes habituales de Pedraza, eran obras muy distintas, que intentara leerla sin hacer comparaciones de antemano. Imposible.

Para empezar, Alejandría, pero no cualquiera, la que nos encontramos es la convulsa metrópoli en plena crisis entre el ocaso de los dioses paganos y el definitivo entronizamiento del cristianismo como religión oficial. El primer vistazo de la urbe se nos ofrece desde un ángulo extraño, casi desde el anverso, es la mirada del filósofo cínico Elpidio, líder de la Secta del Perro, que pregona con el ejemplo una existencia callejera y outsider, un rechazo radical de las normas y las metas socialmente aceptadas. Uno de sus estudiantes y protegidos es el joven príncipe dacio Mihal Gospod, más conocido como Bárbaro, exiliado después que toda su familia fuese depuesta y ejecutada. Será a Bárbaro a quien seguiremos a través de las calles de Alejandría, por sus barrios de tejedores, sus mercados de esclavos, sus orgías báquicas, sus residencias patricias.

En esta ciudad magnífica y terrible vivió en el siglo V la filósofa, matemática y astrónoma Hipatia, de quien Melanta, uno de los personajes principales de la narración, es un trasunto. Un reto complejo enfrentarse a la creación de un personaje a partir una mujer tan brillante, una rareza exquisita en el mundo que era un patrimonio casi del todo vedado a las mujeres. Sale bien librada Pedraza de este brete, nos ofrece algo más que a la vestal de la ciencia que apareció hace un tiempo en la película Ágora, su Melanta una mujer compleja, quien aparte de su dedicación al saber, está sumergida en las luchas por el poder desatadas entre la antigua aristocracia intelectual pagana y los altos dignatarios de la iglesia cristiana. Como iniciada en el culto de Dioniso, Melanta toma partido, aún estando dividida entre el mandanto de la razón y la entrega carnal que el dios demanda: "En suma, Melanta era pusilánime para las cosas del cuerpo, aunque audaz para las del espíritu. Siendo así, quizá no había elegido al dios adecuado para que le sirviera de guía; pero a él,a Dioniso, le encantaba aquella fiel devota. Era él quien la había elegido a ella.". La imagen que nos devuelve de ella Bárbaro, incorporado a su cátedra, es la de una maestra capaz de despertar la sed de conocimiento de sus estudiantes, una presencia radical e inspiradora pero no exenta de debilidades y oscuridades, con una cierta fascinación por la violencia, una fuerza tan extraña a su esencia que tal vez por eso mismo le resultaba hipnótica.


Para algunos estudiosos como Kathleen Wider (Wikipedia dixit), el asesinato de Hipatia, lapidada por una turba cristiana, fue la marca sangrienta que señaló el final de la antiguedad clásica. Nunca sabremos con certeza si fue este crimen el que cambió el carácter y el destino de Alejandría pero sí lo hizo con Bárbaro,  con quien recorremos un camino en el que la realidad se va permeando por incursiones de seres de otros mundos, hasta el delirio de una invasión de zombies emergidos del Hades.

En conjunto, la historia está narrada con destreza pero en algunos momentos hay ciertas caídas del ritmo que posiblemente tienen que ver con que Bárbaro, enfrentado a una realidad que lo rebasa, a veces parece un personaje un tanto pasivo sobre el cual resulta difícil sostener todo el peso de la narración. Los episodios en los que no está ligado a alguno de los más sólidos personajes secundarios resultan algo pesados y yo los leí con más ganas de llegar al final que con disfrute.

Advertencia a lectores sensibles: hay algunas escenas francamente gore, aunque justificadas por el tema y el tono de la narración. Yo ya venía preparada por mi anterior lectura de esta autora pero hay momentos de una crueldad que hace daño, sin embargo, no es gratuita esta crueldad, tiene todo el sentido introducir estos episodios, pues sobre violencia, fe y misterios es que cabalga esta novela en sus mejores momentos.

Esta novela para mí ha sido como uno de esos viajes en tren en los que se pueden contemplar paisajes fascinantes que queremos devorar con la mirada para no olvidarlos y somos como niños con la nariz pegada al cristal, pero que están puntuados de vez en cuando por el tedio de los túneles o las paradas en estaciones anodinas. Lo importante es que en la estación final no lamenté haber iniciado el viaje.

Más información:

Navegando para buscar otras perspectivas, descubrí Rescepto, un interesante blog dedicado a la literatura fantástica con una completa reseña de la novela.
Post Terror made in Spain en la Cara de Milos
Comentario en le blog de Lola Robles que hace énfasis en la lectura feminista de la novela.
Extensa e interesante entrevista a los editores de Valdemar en el blog Fabulantes
La entrada de la Wikipedia Hypatia ofrece una documentación detallada y amena (cosa poco frecuente) sobre su vida.

lunes, 2 de septiembre de 2013

BLUES DE LOS SUEÑOS ROTOS





Leí hace hace relativamente poco tiempo por primera vez ¡Ay, ignorancia! el nombre de Walter Mosley en la magnífica Guía de la novela negra de Héctor Malverde. El título que aparece reseñado en la antedicha guía es El demonio vestido de azul que fue adaptado al cine con un bellísimo Denzel Washington como el detective Easy Rowlings. Tenía intención de echarle mano pronto (al libro, no a Denzel) pero el destino me puso antes en las manos Blues de los sueños rotos, justamente una de las novelas de Mosley que no está protagonizada por el detective Easy Rowlings ni se puede clasificar en el género negro, aunque tal vez esta  última afirmación debería pensármela mejor porque si un relato es urbano, duro, salvaje y sentimental, parece que ya ha dado más de un paso hacia el lado de la oscuridad.

La novela se inicia con una escena que se nos ha vuelto de nuevo cruelmente familiar en la era de esta nueva crisis: un anciano es deshauciado del apartamento en que ha vivido veinte años por no poder pagar el alquiler. Está enfermo y le esperan la miseria o la desalmada caridad pública. Los restos de su naufragio vital van a dar la acera de Nueva York frente a su antigua casa. Está enfermo, sucio y abandonado y su destino parece sellado: una temporada en el albergue y una muerte que sobrevendrá con crueldad y probablemente sin el consuelo de la rapidez. Pero en su camino se cruza un destello que lo cambiará todo: su vecina Kiki Waters. Kiki, que apenas se mantiene en pie porque se recupera de una puñalada que le dio un niño delincuente. Kiki, pelirroja, alcohólica, violenta, de una inteligencia agzapada sobre sí misma, que lo toma bajo su ala, lo lleva a su casa, lo lava, lo alimenta y se apodera de él.

Gracias al encuentro con ese salvaje ángel de la guarda, el anónimo viejo enfermo que sólo era un manojo de dolor y miedo, empieza a cobrar de nuevo identidad, es Atwater "Soupspoon" Wise, bluesman que en su juventud acompañó al mítico Robert Johnson, quien según la leyenda vendió su alma al diablo en un cruce de caminos a cambio de arrancarle una música a la guitarra que parecía salir de las entrañas del infierno y de las gargantas de los santos a la vez.

La guerrera Kiki aprovecha su trabajo en una empresa de seguros y sus contactos con los siniestros geniecillos de la informática para hacer una póliza fraudulenta a favor de Soupspoon y proveerle los cuidados médicos que podrían curarlo o por lo menos acompañarlo hasta la muerte con un poco de compasión. Una peculiar relación paterno-filial va creciendo entre los personajes, él que nunca tuvo hijos y ella, hija de un monstruo incestuoso que se ha quedado al acecho en sus pesadillas de Arkansas, aprenden esa vocación imposible de velarse el sueño, de amar incluso el abismo que a veces es el otro.

Atwater empieza a tirar del hilo de su memoria. Un niño que perdió a sus padres y fue criado por una peculiar pareja de mujeres y que aprendió a seguir el compás del blues con el más exigente y básico de los instrumentos: un par de cucharas. Su historia es la historia de la sangre que alimenta el blues, la vida de un pueblo explotado cuyas únicas posibilidades vitales eran reventar en los campos de algodón o flotar en el vaho del alcohol, el sexo y la música, estrechas vías de escape al dolor cotidiano.

La figura heroica se Robert Johson puntúa toda la narración. Un hombre que supo ser libre a su manera, a través de la música y la seducción. Las mujeres, por supuesto, lo adoraron, como corresponde a un maldito de su categoría.

Así definía a Soupspoon su exmujer: “Sí, es un buen hombre, como un ángel es bueno. Pero nosotras no estamos hechas para tratar con ángeles, chica. Los ángeles atraen toda la maldad y todo el dolor del mundo. Miran cómo mueren los niños, eso es lo que hacen. Cogen todo el dolor y lo gritan. Los ángeles viven con el mal y con la muerte. Ése es su oficio. Los asesinos y los ladrones y los tiempos tan duros que hacen llorar sangre. Ahí es donde encuentras a los ángeles. Yo preferiría hacer de puta en estas calles que pasar una tarde con un ángel. Me mataría antes que compartir mi pan con un ángel.”

Uno de los grandes aciertos de esta historia es cómo teje los tiempos y va anudando las vidas pasadas y presentes de los personajes, incluso de los secundarios que van entrando poco a poco en escena. Gente que sufre y aguanta o gente que termina por quebrarse y enloquecer. Aventuras, tipos peligrosos, mujeres de acero, mucho blues, últimas oportunidades en la vida.

!Por favor, léanlo¡ Además es baratito.

Más información:

Comentario en el blog Bad music blues
Entrada de Elena Azcárate en su blog personal
Comentario de de Edu Chinaski