domingo, 3 de febrero de 2013

Atardecer, domingo, Madrid.



Paso con un poco de miedo junto a la ventana, sé que es la hora del Ángelus, o al menos así la ha llamado siempre mi madre. Esta es la hora que temo, por eso intento no mirar el paisaje fuera. Es inútil, hay algo de goce masoquista que no puedo controlar y me detengo y levanto la cara y abro bien los ojos: una nube de sangre o de luz roja corta el perfil de la ciudad, que atemorizada se queda quieta como una gran bestia aterrada que apenas se atreve a respirar. Doy dos pasos atrás con miedo pero incapaz de apartar la mirada.

 Él, en cambio, de un salto coge la cámara y sale al balcón para apresar esa luz que agoniza. Lo amo, con el amor que sienten los cobardes por los héroes.

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