domingo, 24 de noviembre de 2013

ELLA, TAN AMADA



En la biblioteca de mi barrio organizan pequeñas exhibiciones temáticas, supongo que con el fin de mover sus fondos y tentar a los usuarios con platos poco usuales; no les suelo hacer mucho caso pero la última vez que fui, consiguieron atraparme, era una especie de semana de Italia y promocionaban a unos autores no muy conocidos en España, yo buscaba un libro que me acompañara en el autobús por lo menos una semana laboral (descartados relatos cortos y poesía) y entonces vi esa portada con una foto en blanco y negro de una mujer de una belleza indolente, toda vestida de negro con una elegancia atemporal que podría hacerla habitante de por lo menos tres siglos diferentes. Entonces, todavía no muy segura, abrí el libro y me encontré con este poema de Rilke:

Ella, tan amada,
tanto, que una lira se desbocó en lamentos
nunca oídos antes de labios de plañideras;
lamentos que conformaron un mundo
en el que todo el mundo volvía a estar presente: bosque y valle
y camino y pueblo, campo y río y animal;
y que en torno a este mundo-lamento, igual
que en torno a la otra tierra, iba un sol
y un silencioso cielo estrellado,
un cielo-lamento con estrellas deformadas:
Ella, tan amada.
Orfeo Eurídice Hermes

El libro empieza relatando una costumbre de algunas tribus del África ecuatorial que consiste en que cuando un enfermo se cura, tiene que cambiar de nombre pues consideran que el yo enfermo ha muerto y el que ha resurgido es otro, con el nombre se pierde la identidad asociada a él, se elude el destino al que el enfermo estaba condenado y existe la posibilidad de empezar de nuevo.

Entre el poema y el comienzo del primer capítulo, me apoderé del ejemplar, corrí al mostrador de préstamos, donde una atractiva bibliotecaria tatuada hizo el trámite de rigor. Luego, cuando fui a devolver el libro tuve la certeza de que la bibliotecaria, con el atuendo adecuado encajaría en alguna fiesta berlinesa de entreguerras en la que ella y Annemarie se habrían cruzado una mirada.

Advierto que la experiencia de leer esta novela biográfica está llena de altibajos, momentos de verdadero deleite y otros de incomprensión o enfado, seguidos de ataques de compasión y ganas de besar o abofetear a la protagonista.

El terreno de las biografías noveladas no ha sido nunca de mi predilección. Juntar narrativa con el relato ordenado, sistemático y documentado de una vida siempre me ha parecido una labor imposible o directamente una impostura. No obstante, en este caso Melania Mazzuco crea un dispositivo que funciona con eficiencia y belleza, como un reloj suizo. La metáfora relojera está muy gastada pero viene al caso porque fue en Suiza donde nació Annemarie Schwarzenbach, la reina de esta historia.

He de decir que al comienzo me costó un poco meterme en el universo del relato, posiblemente porque se inicia con una visión retrospectiva, en la que los personajes que aún no conocemos, poco dicen de sí mismos e incluso se confunden entre sí, como si el lector se viese en el brete de tratar de distinguir los rostros de un grupo que gira en un carrusel demasiado veloz. Por fortuna llega pronto un momento en que el relato coge vuelo y engancha al lector por las solapas para ya no soltarlo.

Annemarie Schwarzenbach ha devenido en un personaje memorable porque se negó a asumir el destino que le venía impuesto por su nacimiento. Hija de un millonario industrial de la seda suizo y de una madre fanática de los caballos y la música. Una princesita rubia, bella, seductora desde niña y brillante. Tendría que haber hecho un buen matrimonio, a ser posible con un noble que sumara el lustre de un título a sus millones, dar a luz preciosos niños tan dorados como ella y cultivar alguna afición bella y edificante: caballos, música. paisajismo, whatever.

En cambio, nuestra Annemarie empezó a traicionar sus orígenes desde muy pequeña, desde el momento en que se descubrió que como jinete era apenas mediocre, para consternación de mamá y no entendió que el juego de la androginia y de los disfraces de marinerito eran un divertimento para los mayores y no una elección vital. A pesar de empezar a seducir a las amigas de su madre, siendo apenas adolescente, esta linda manzana podrida, más que una paria, fue siempre un amor difícil para su familia.

Antes de seguir adelante, unas palabras sobre Renata, la madre, "una amazona formidable", una mujer que no concibe la duda, que contempla el mundo desde ese elevado lugar que han construido generaciones de antepasados. Fue esta mujer la que crió a ese hermoso pero frágil y dislocado ser. Una paradoja sólo en apariencia. 

Luego vino la época de estudiante Berlín, las aventuras con amigas de todo tipo, desde alguna camarera ojerosa de un garito ilegal, hasta las más exquisitas damas de alta sociedad, cuya mayor cuita era el estado de la nieve polvo de su estación de esquí habitual. Apareció el relámpago oscuro de Erika Mann, que habría de iluminar toda su vida con una luz ambivalente; en realidad no sólo Erika sino también su hermano Klaus, homosexual también, escritor a la sombra del genio de su padre, Thomas Mann; otro ángel pálido y perdido que no acabó de encontrar un lugar en el mundo. Tenía que desatarse por fuerza una guerra entre la madre y Erika que se despreciaban mutuamente pero sabían del formidable poder del que cada una disponía sobre ese campo de batalla que era el amor de Annemarie.

Tuvo también nuestra Anne, un largo romance con la morfina, paralelo a todas sus aventuras, sustancia que "fue su amiga más íntima", casi diez años de fiel adicción. Por un puente de agujas hipodérmicas se accedía a otro pliegue de la realidad, otro país de belleza helada lleno de placeres por descubrir, un sumergirse en un mar de sensaciones que borraban la angustia de su extraña identidad irreconciliable, un lugar sin elecciones dolorosas o encrucijadas . Pero estos placeres salían muy caros y se cobraron su precio en sangre y en vida. A veces los viajes, la escritura o la pasión la alejaban del abrazo de esta amiga, de la que al final logró arrancarse.

Tal vez para huir de las disyuntivas vitales y amorosas, para no tener que escoger, se hizo una viajera, una nómada que recorrió Persia, Rusia, lugares de África en los que nunca había puesto el pie una mujer blanca. Buscaba mundos tan nuevos que tuvieran el poder de anular su pasado. Mientras tanto escribió libros de viajes, artículos, poemas. Puede que ese también ese deseo de huída haya sido la causa de su matrimonio con un diplomático francés, un funcionario impecable que tal vez haya visto en ella al efebo que sus convicciones le impedían amar en público. Fue un matrimonio extraño, intermitente, pero probablemente no más infeliz que muchos otros.

Annemarie Schwarzenbach

 Annemarie y su mítico Mercedes blanco, Berlín 1932

Vivió también una intensa etapa en Nueva York, donde consiguió que Carson MCullers casi perdiese la cabeza por ella, al punto de dejar a su marido. Era experta en hacerse amar pero una vez que tenía la bomba del amor haciendo tictac en sus manos, o bien, entraba en pánico o buscaba una manera razonable de desactivarla. Tal vez esta fue su aventura más arriesgada, por la que caminó en el filo de la locura y terminó en el infierno terrenal de un manicomio.

Cuando parecía que había alcanzado un remanso, alguna posibilidad de reposo, esta niña rica que nunca tuvo dinero propio iba por fin a comprarse su primera casa propia, entonces tuvo un ridículo accidente, se cayó de una bicicleta, entró en coma, nunca se recuperó y murió en poco tiempo. Tenía treinta y cuatro años. Vivió de prisa y dejó un hermoso cadáver.

En el terreno de la literatura no creo en los spoilers, una buena historia se lee aunque se conozca al final, que en este caso se cuenta desde el comienzo.  Aún así, no quiero descubrir mucho del estupendo epílogo, en que hay un cambio radical, toma el control otra voz narrativa, la de la cronista que apenas se había entrevisto en los capítulos precedentes. Se deslizan revelaciones sorprendentes pero que casan perfectamente con el rompecabezas que ya creíamos compuesto y hacen que el conjunto se perciba de una manera distinta, todo al hilo de la pasión por la fotografía de uno de los miembros de la familia Schwarzenbach.


En conjunto, una buena lectura, con sus picos y sus valles, morosa por momentos pero que transmite con fidelidad una vida llena de pasión por el mundo y por la literatura. Queda la asignatura pendiente de leer alguno de los libros de Annemarie, que con el tiempo, al parecer han crecido en el aprecio de la crítica y el público, según he leído, Muerte en Persia está traducido al castellano y podría ser un buen comienzo.

Más información: 

Reseña de la novela en el blog Piélago de lecturas, con unas muy pertinentes observaciones sobre algunos detalles editoriales.
Un artículo de 2004, La viajera más triste del mundo sobre Muerte en Persia en El País
Reseña en Elcultural.es
Artículo biográfico Annemarie Schwarzenbach: el ángel inconsolable en  Red Literaria

sábado, 19 de octubre de 2013

HENRY Y CATO


Todo el mundo sabe quién es Iris Murdoch. Yo también creía que lo sabía: personaje indiscutible de la literatura en lengua inglesa del siglo pasado, Dama del Imperio Británico (me encantan estos títulos), presencia radical en las memorias de muchos de sus brillantes contemporáneos y heroína de una notable película biográfica.

 

Pero lo fundamental de Murdoch sólo se sabe hasta que se leen sus libros, únicamente en ese extraño territorio a la vez secreto y público se puede compartir su visión entre la clínica y la lírica de los conflictos  humanos. Hasta hace un tiempo yo no había tenido ese privilegio. Durante la pasada Feria del Libro de Madrid, me acerqué a uno de mis sitios de visita fija: la caseta de Impedimenta, donde tuve la suerte de que me atendiese su editor, Enrique Redel. En lugar de felicitarlo por la excelencia de sus libros, como hubiese sido lo más educado, me largué a despotricar sobre la única de sus obras que hasta la fecha he encontrado mediocre (no hace falta sacarla a bailar ahora). Entonces, supongo que para cerrarme la boca, me recomendó Henry y Cato, que obediente procedí a adquirir.

Guardé el libro un par de meses, como haría un avaro con un manjar, a la espera de disfrutarlo en su mezquina soledad. De vez en cuando deslizaba un dedo por el delicioso papel rugoso de la portada, hasta que un largo vuelo me dio la ocasión de colarme en ese universo hilado en torno a la relación de estos dos amigos que se reencuentran en un momento de crisis vital. Un cruce de caminos. Una de esas encrucijadas en las que siempre se ha dicho que se aparece el diablo, aunque el significado del encuentro con sus demonios personales tendría un significado del todo diferente para cada uno de estos dos amigos.

Henry Marshalson y Cato Forbes han vivido su vida en rebeldía, aunque de formas diferentes. Henry, el segundo hijo de una rica familia inglesa (segundón sería el término exacto) ha dado la espalda a la vida que se esperaba de él para ser profesor en una lejana universidad americana, una carrera no muy brillante, una vida construida a su medida entre el aislamiento elegido y una delicada burbuja basada en su relación -sólo en apariencia libertina-con una pareja de amigos que le brindan un afecto que lo hace sentirse ligado a otros seres humanos pero que no le exige grandes sacrificios o compromisos. La muerte de su hermano mayor le hace regresar a casa, heredero de una fortuna que no desea y de la que está decidido a deshacerse, para consternación de su madre. Cuánto hay de venganza contra esta madre por quien nunca se sintió amado y cuánto hay de libertaria autodeterminación en esta decisión, se irá viendo a lo largo de la trama.

Cato ha encontrado otra forma de rebelión: la fe. Se ha convertido al catolicismo y se ha ordenado sacerdote en contra de todas las expectativas y convicciones de su padre, para quien la nueva religión de su hijo representa un oscurantismo, una renuncia a la vida que no puede entender ni tolerar. Algunos de los pasajes más conmovedores de la novela son los que describen la sensación casi alucinada de fervor y comunión con el mundo que acompañó la conversión de Cato. Para los que hemos sido criados como católicos, resulta curiosa esta fascinación (conversión incluida) de un buen número de autores anglosajones protestantes de origen con nuestra religión; me vienen a la cabeza ahora nombres como los de Chesterton, Greene, Muriel Sparks o Tolkien. Es probable que mucho tenga que ver la belleza y el misterio de los rituales, el peso de la historia de nuestras viejas instituciones, la promesa de una entrega total, la fé del otro que parece más lozana, como es más verde el césped del vecino. Pero este refugio que se ha construido en su fe se viene abajo al advertir que se ha enamorado de un joven delincuente que acude a su parroquia en un barrio pobre de Londres; no es tan duro el conflicto homosexual que parece asumido con cierta mansedumbre, tal vez la salida a luz de una verdad presentida, como la grieta irreversible que este amor abre en los fundamentos de su vida. 

La penetración de Murdoch en los dilemas morales de sus personajes es tan profunda que por momentos resulta tan difícil de presenciar como una cirugía a corazón abierto y sin anestesia. Queda la sensación de que todo el mundo esconde una mentira y que a lo que se teme más que a nada es que esa mentira emerja porque puede tener un terrible poder aniquilador.

Una historia muy inglesa pero también universal. Las dificultades de amar a la familia, el miedo a la intimidad, el daño que se hace a los que intentamos querer, la cuasi imposibilidad de reconstruir las relaciones, el enamoramiento como perturbación. Henry de una manera tortuosa rehace su vínculo con ese hermano muerto que respondía a la perfección al ideal de heredero que esperaba la madre; Cato no puede más que contemplar su propia caída con los ojos abiertos. ¿Levantarán la cabeza y podrán seguir adelante o seguirán mordiendo el polvo de su fracaso personal? No les robaré el placer de saberlo por su cuenta. Léanlo, por favor.

Todas las líneas de la historia van a confluir en una crisis de resolución en la que el drama de la situación está perfectamente encajada con el perfil de los personajes y las tensiones que han ido creciendo entre ellos. Con lo difícil que es que los finales le hagan justicia a los buenos relatos, es este caso yo cerré el libro con un suspiro que no sabia si era de alivio o de tristeza.

La traducción de Luis Lasse es cuidada. La edición, como es habitual en este sello, impecable. La portada es una habitación en la que muchos querríamos irnos a vivir.

Más información en:

Ficha en la web de Impedimenta, se puede descargar el primer capítulo. Ojo: el que lo haga, no podrá parar.
Artículo en la revista Jot Down centrado en la fascinante figura de la autora.
Reseña en el blog de Francisco Casoledo
Reseña del Escritorio de Guillermo Urbizu
Entrada en El librófago cuando aún era blog (ahora ha mutado en revista).
Hay algunos comenarios muy interesantes en goodreads (en inglés)
 





lunes, 30 de septiembre de 2013

CARTOGRAFÍA DE LAS PUTAS I

Camino mucho por Madrid. Casi siempre por motivos prácticos: ir y volver del trabajo; comprar la fruta en el mercado de Antón Martín; tomar un poco al sol mediodía y evitar que me crezca moho de oficina por encima. Será porque suelo moverme casi exclusivamente por el centro pero las putas son una constante en el paisaje urbano que me rodea. Puta, una palabra dura, tristemente adecuada a la realidad de estas amazonas de la calle. Meretriz tiene un sonido clásico, como de terciopelo rojo, plumas y  secretos de cama bien guardados. Prostituta, parece una mezcla ente profesional y sustituta, como una empleada temporal que suple una baja por enfermedad. Ramera, etimológicamente viene de los ramos de flores que las prostitutas medievales colgaban en sus puertas como enseña de su oficio, tampoco funciona. Trabajadora sexual, un término vagamente funcionarial, algo que nadie dice, salvo las asistentes sociales. Hetaira, sofisticada anfitriona de filósofos y políticos, descartado. Buscona, cortesana, mesalina... venerables antigüedades para poner en la repisa. Así que putas tendrán que ser.

Durante un tiempo se puede caminar y pasar por su lado como si fueran la colorida mercadería de una tienda de pájaros pero al cabo de unos días empiezas a verlas, más allá de sus minifaldas de polipiel, sus escotes rebosantes, su rimmel dorado. Ese gesto de cansancio que desmiente el porte de gata en celo y que termina con un receso sentada sobre una caja de cartón que hace de improvisado taburete.

Habrá que empezar por la calle Montera, escaparate de grandes almacenes del putiferio a precios populares. Junto al cine Acteón, el núcleo de las cada vez más jóvenes y bellas africanas, ruidosas, con una especie de algazara maniaca que imagino como un arma para defenderse los filos de la "vida alegre", frente a la comisaría de la policía municipal, rubias europeas del este siempre atentas a sus teléfonos. Junto a las zapaterías de remate, latinas de curvas radicales y rostro de miel templada. De todo un poco. Esta calle ha cambiado mucho en unos pocos años, ha pasado de una sordidez relativamente discreta a la rara mezcla que es ahora de terrazas soleadas en las que los turistas y algún nativo hacen cola para tomarse un yogur helado y los consabidos sex shops y los pisos de paso, donde imagino se consuma el comercio carnal.

En la esquina de Montera con Jardines, a media tarde, que es la hora en la que suelo pasar por allí, suele permanecer un grupo muy peculiar: un par de dominicanas con aire de ser familiares; una rusa que, al contrario que todo el mundo, se tiñe el pelo de rubio a negro; una diminuta morena siempre vestida de rosa Barbie y la más espectacular de la pandilla, una transexual de tensos pechos de silicona, tatuados con guirnaldas de flores que también se enredan por sus tobillos, irremediablemente masculinos y siempre trepada a los zapatos  más altos y más grandes que jamás he visto, prodigios de la industria del calzado, con franjas de vinilo florescente, tacones de metacrilato con perlas flotando dentro y un complejo aparataje de tiras destinado en vano a contener esas pantorrillas de jugador de fútbol. Nunca me he atrevido a hablarles, aunque las veo casi a diario pero a veces me voy con un fragmento de sus conversaciones enredado en la conciencia: niños que se escapan de colegio, lo caro que sale el alisado japonés, lo bien que caería una siesta en vez de estar aquí plantadas en la resolana. Justo al lado de su esquina hay un local chino, a medio camino entre el bazar de variedades y la tienda de alimentación, donde las he visto comprando gominolas de melón, ganchitos y helados tricolores, alimentos más propios de la merienda de una niña que de estas curtidas mujeres, que cada día se lanzan a la calle, rodeadas de los despreciables peces piloto propios de su oficio: proxenetas, hermanados por un repetido aire de satisfacción personal; viejos mirones que pretenden conversar y arrancar algún magreo gratuito; borrachos; locos.

Algún día me gustaría detenerme, invitarlas a un café, contarles algo de mi día, de cómo me quedé a terminar un informe o quiero ir a comprarme una chaqueta en el Mango de Gran Vía. También me gustaría saber más de ellas, de esas vidas que presumo construidas de pequeñas satisfacciones cotidianas y grandes dosis de sufrimiento. Se que esto nunca va a pasar, soy demasiado tímida para arriesgarme y me entristece pensar en la historia de esa parte del mundo que se va a quedar esperando a alguien que la pueda oír.