Camino mucho por Madrid. Casi siempre por motivos prácticos: ir y volver del trabajo; comprar la fruta en el mercado de Antón Martín; tomar un poco al sol mediodía y evitar que me crezca moho de oficina por encima. Será porque suelo moverme casi exclusivamente por el centro pero las putas son una constante en el paisaje urbano que me rodea. Puta, una palabra dura, tristemente adecuada a la realidad de estas amazonas de la calle. Meretriz tiene un sonido clásico, como de terciopelo rojo, plumas y secretos de cama bien guardados. Prostituta, parece una mezcla ente profesional y sustituta, como una empleada temporal que suple una baja por enfermedad. Ramera, etimológicamente viene de los ramos de flores que las prostitutas medievales colgaban en sus puertas como enseña de su oficio, tampoco funciona. Trabajadora sexual, un término vagamente funcionarial, algo que nadie dice, salvo las asistentes sociales. Hetaira, sofisticada anfitriona de filósofos y políticos, descartado. Buscona, cortesana, mesalina... venerables antigüedades para poner en la repisa. Así que putas tendrán que ser.
Durante un tiempo se puede caminar y pasar por su lado como si fueran la colorida mercadería de una tienda de pájaros pero al cabo de unos días empiezas a verlas, más allá de sus minifaldas de polipiel, sus escotes rebosantes, su rimmel dorado. Ese gesto de cansancio que desmiente el porte de gata en celo y que termina con un receso sentada sobre una caja de cartón que hace de improvisado taburete.
Habrá que empezar por la calle Montera, escaparate de grandes almacenes del putiferio a precios populares. Junto al cine Acteón, el núcleo de las cada vez más jóvenes y bellas africanas, ruidosas, con una especie de algazara maniaca que imagino como un arma para defenderse los filos de la "vida alegre", frente a la comisaría de la policía municipal, rubias europeas del este siempre atentas a sus teléfonos. Junto a las zapaterías de remate, latinas de curvas radicales y rostro de miel templada. De todo un poco. Esta calle ha cambiado mucho en unos pocos años, ha pasado de una sordidez relativamente discreta a la rara mezcla que es ahora de terrazas soleadas en las que los turistas y algún nativo hacen cola para tomarse un yogur helado y los consabidos sex shops y los pisos de paso, donde imagino se consuma el comercio carnal.
En la esquina de Montera con Jardines, a media tarde, que es la hora en la que suelo pasar por allí, suele permanecer un grupo muy peculiar: un par de dominicanas con aire de ser familiares; una rusa que, al contrario que todo el mundo, se tiñe el pelo de rubio a negro; una diminuta morena siempre vestida de rosa Barbie y la más espectacular de la pandilla, una transexual de tensos pechos de silicona, tatuados con guirnaldas de flores que también se enredan por sus tobillos, irremediablemente masculinos y siempre trepada a los zapatos más altos y más grandes que jamás he visto, prodigios de la industria del calzado, con franjas de vinilo florescente, tacones de metacrilato con perlas flotando dentro y un complejo aparataje de tiras destinado en vano a contener esas pantorrillas de jugador de fútbol. Nunca me he atrevido a hablarles, aunque las veo casi a diario pero a veces me voy con un fragmento de sus conversaciones enredado en la conciencia: niños que se escapan de colegio, lo caro que sale el alisado japonés, lo bien que caería una siesta en vez de estar aquí plantadas en la resolana. Justo al lado de su esquina hay un local chino, a medio camino entre el bazar de variedades y la tienda de alimentación, donde las he visto comprando gominolas de melón, ganchitos y helados tricolores, alimentos más propios de la merienda de una niña que de estas curtidas mujeres, que cada día se lanzan a la calle, rodeadas de los despreciables peces piloto propios de su oficio: proxenetas, hermanados por un repetido aire de satisfacción personal; viejos mirones que pretenden conversar y arrancar algún magreo gratuito; borrachos; locos.
Algún día me gustaría detenerme, invitarlas a un café, contarles algo de mi día, de cómo me quedé a terminar un informe o quiero ir a comprarme una chaqueta en el Mango de Gran Vía. También me gustaría saber más de ellas, de esas vidas que presumo construidas de pequeñas satisfacciones cotidianas y grandes dosis de sufrimiento. Se que esto nunca va a pasar, soy demasiado tímida para arriesgarme y me entristece pensar en la historia de esa parte del mundo que se va a quedar esperando a alguien que la pueda oír.
Ellas son simplemente ``Ellas`` (con sus historias fuertes, traiciones, alegrías, universos oscuros: dinero, sexo; personas, ellas). Las ves en tu rutina y comienzas a sospechar sus historias, nacionalidades, su ropa corta ya no te distrae, quieres conversar con ellas y sientes la necesidad de contar de como las ves. Las escribes junto a la ciudad. Me gusta que tomas de la cotidianidad la fuerza para que los lectores nos detengamos en tu prosa con metáforas fantásticas, comparaciones necesarias. Veo tu blog como un libro, como un puerto para alejarme de los asuntos superficiales.
ResponderEliminarSaludos amiga.
El mejor elogio que se puede hacer a alguien que escribe, es leerle con atención. Gracias, amigo.Un abrazo.
EliminarHeroinas de lencería fina a veces, secretos inconfesables y cuero de gemidos, jamás reconocidas por su valor añadido a esta enferma sociedad, escondidas, pero personas ante todo.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. No me había planteado la función social del trabajo de las prostitutas. Tal vez sería más clara si ellas puediesen disponer de un estátus laboral más claro y regulado y no tuviesen que ejercer su difícil profesión entre el peligro, el miedo y la explotación.
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