sábado, 12 de marzo de 2011

HELENA, EL MONSTRUO Y LA BELLEZA

Odio esta belleza mía. Es como una máscara que llevo pegada sobre mi verdadero rostro. No, es peor. Por lo menos las máscaras tienen agujeros para los ojos. En cambio, mis ojos son parte de esta resplandeciente superficie pulida por algún dios perverso o desocupado. Cuando las gentes creen extasiarse ante la perfección de mis ojos azul‑violeta, lo que en realidad hacen es mirarse en unos espejos que reflejan la medida de su deseo, frente a la cual sólo hay dos salidas posibles: el ansia de la posesión o el ansia de la envidia. Dos ansias que en estado puro son perversas y destructivas. Y la belleza en estado puro, como la mía, sólo produce ansias puras. La mía no es una belleza que se pueda amar.


La pureza es horrible, las cosas en estado puro no son propias de lo humano. Ningún artista hace una obra con pigmentos puros, los colores son fruto de un tratamiento basado en la mezcla y la dilución, a veces el espectador cree distinguir algún toque de color puro pero esa ilusión es sólo parte de la maestría del pintor. Cuando era niña, el orfebre de mi padre me hizo un colgante con la forma de una esfera perfecta, que se convirtió en mi favorito porque al ponérmelo, noté un ligerísimo achatamiento en su parte superior que hacía que reflejara la luz de una manera deliciosa. Lo perfecto no existe más que en los tratados de geometría, las formas ideales deberían reservarse para el discurso de los filósofos y los matemáticos, la realidad no las procesa de forma adecuada, sólo puede adorarlas o aborrecerlas.


Los buenos perfumes, las buenas comidas son lo contrario de la pureza. Son construcciones elaboradas que superponen capas y sensaciones, que resaltan una cualidad, a veces hasta dar la sensación de anular las otras. Las esencias puras resultan chocantes, cuando no decididamente repulsivas para los sentidos.

La mía, es una belleza monstruosa. Al monstruo no se le puede dejar de mirar, a mí tampoco. El monstruo es distinto, de otro orden no del todo humano, una mezcla de elementos bestiales y divinos. También yo soy así, deberían meterme en una jaula y cobrar una moneda a los espectadores. Sería mucho más edificante que dejar que los hombres se destruyan por mí.


El invierno pasado, un contador errante de historias nos relató cómo en el reino de Minos se ofrecían doncellas y donceles para apaciguar al Minotauro que recorría siempre hambriento y furioso su laberinto. Esa noche soñé por primera vez con el amor, soñé que me dejaban en la puerta sacrificial del laberinto y que portaba la antorcha fragante de las víctimas propiciatorias. La gente lloraba por mi belleza y mi pureza a punto de ser destruidas pero yo tenía prisa por despedirlos y verle por fin. Eché a correr por los pasillos que se retorcían sobre sí mismos, dejándome guiar por el olor salvaje de mi verdugo, hasta que vi refulgir sus ojos teñidos de sangre y salté sobre él. Los dos teníamos hambre acumulada en nuestras soledades de monstruos y nos descuartizamos el uno al otro. Amé cada parte de su naturaleza taurina y humana: su cornamenta de medialuna, su pelo zaino, su sexo prodigioso, la dulzura de sus ojos de bestia, el aire caliente que echaba por los hollares.


Sí, el amor, la cabeza de la bestia dormida en mi regazo, mis famosas manos de mármol acariciando su suave hocico de ternero. El laberinto ya no sería una cárcel sino una casa en la que no harían falta los espejos.

Ilustración: Mujer laberinto (Sr. Roofer).

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