sábado, 18 de enero de 2014

ALGO SUPUESTAMENTE DIVERTIDO QUE NUNCA VOLVERÉ A HACER (Historia de cómo perdí la virginidad con DFW)


Resulta que hay un santo contemporáneo que ascendió (o mejor, saltó) a los altares de la literatura por el doble despeñadero de ser un genio y ahorcarse el garaje de su casa. Caminó toda su vida sobre las brasas ardientes de la depresión y se ató a la rueda del martirio alternativo de las adicciones y las rehabilitaciones. Esta alma atormentada concibió una obra que ahora, ya años después de su muerte es casi unánimemente valorada como un hito de la literatura contemporánea por el público y la crítica.

Yo me había negado a leerlo reiteramente sin que las razones de esta terquedad estuvieran claras para mí misma. Supongo que una pizca de esnobismo, otra de indiferencia y un claro atraso en lectura de clásicos pueden explicarlo. Tal vez tenía un poco de miedo, ¿miedo de que? ¡Miedo al amor! A la promesa de un amor incombustibe y devorador por un santo que ya tiene suficientes devotos. Ah, sin olvidar el miedo a la decepción que otros "altarizados" y super brillantes genios como De Lillo me causaron en su momento.

Así, con temblores de virgen a la orilla del tálamo nupcial, abrí el ejemplar de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer que me trajeron los Reyes Magos y me despojé de mis vestiduras (metafóricamente, es un enero muy frío) y me dispuse a oír las divinas palabras apresadas en la ligera edición de bolsillo. Poco a poco los temblores fueron remplazados por sonrisas y a veces por carcajadas (atizadas, en particular por las notas a pie de página aquejadas de gigantismo crónico), aunque también por suspiros y promesas de relectura eterna al cronista de esta alucinación en tecnicolor. Si un genio torturado me hace reír, entonces se ha ganado mi corazón, por lo menos mientras dure la lectura.

Esta es la crónica de un encargo que, con lo que considero un gran olfato para crear tesoros, le hizo la revista Harper's a Foster Wallace, que debía embarcarse en un crucero caribeño y simplemente escribir una "gigantesca postal" con sus vivencias. Está claro que no fue una elección inocente, algo de maldad hubo en poner a este depresivo e irónico intelectual a cantar las delicias azucaradas de la diversión enlatada de un crucero.  Inciso: ¿por qué las revistas femeninas en español nunca hacen este tipo de cosas? Yo me cansé de comprar esos hinchados catálogos publicitarios de portadas brillantes y mínima prosa de cartón que bien podrían incluir algún artículo de calidad entre los zapatos y los perfumes para que enterarte de los colores de la temporada no vaya necesariamente aparejado con un insulto a la inteligencia. Fin del inciso.

David (en este punto ya dejo la hipocresía de llamarlo por su apellido) se embarca en el Zenith, un crucero lujo al que en su relato rebautiza (una broma no demasiado rebuscada, reflejo de su estado anímico) como Nadir. Siete días por los archipiélagos del Caribe en el vientre de una gran ballena blanca, un monstruo que digiere a los pasajeros en sus entrañas y les promete un retorno al útero primigenio en el que todos sus deseos serán atendidos antes de que tengan tiempo siquiera de formularlos y el lujo los envolverá como una tibia placenta que les hará olvidar sus problemas de adultos y pasar unas vacaciones en el paraíso infantil de los deseos atendidos.

El barco (es raro llamar barco a algo que es más como un Hilton flotante) es un complejo que funciona a la perfección repitiendo los ciclos de alimentación-sueño-diversión prometidos por su diabólico folleto publicitario y se alimenta de la sangre de sus aterrorizados y sonrientes empleados (el análisis de la sonrisa profesional es de una profundidad desarmante) bajo el yugo de la cruel tripulación griega. La limpieza es una constante obsesiva en este universo y las investigaciones del autor a este respecto son hilarantes.

Hasta el caribe tiene un aspecto extrañamente plastificado desde esta perspectiva: "He visto atardeceres que parecían manipulados por ordenador y una luna tropical que parecía más una especie de limón obscenamente grande y suspendido que la vieja luna de piedra de Estados Unidos a la que estoy acostumbrado". En el Caribe verdadero esa belleza apabullante está matizada por imperfecciones que la completan y la humanizan, como las picaduras de mosquito, el ron áspero o una súbita migración de cangrejos negros a través de la playa.

Haciendo gala de un esfuerzo de imparcialidad, la crónica incluye un detallado recuento de las virtudes del crucero: la excelencia de la gastronomía, la profesionalidad y la calidez (auténtica en algunos casos) de los camareros, el encanto hipnótico de las croupieres y hasta un atisbo de complicidad con alguno de sus estrambóticos compañeros de mesa. La calidad de cada detalle, desde las mullidas toallas de algodón hasta el efectivo pero terrorífico retrete aspirador hablan de un mundo sin fallos, sin olores, sin manchas. No obstante, este el recuento de una experiencia pesadillesca.

Hay diferentes tipos de pesadillas: están las clásicas, de monstruos o caídas desde un acantilado; las realistas, que concretan un miedo al abandono, la enfermedad o la decadencia; las conceptuales, en las que, por ejemplo, debes seguir obsesivamente el movimiento de un punto en el vacío o algo terrible ocurrirá; y, un tipo muy peculiar, las que empiezan como algo maravilloso, como una fiesta excesiva y desenfrenada, que por acumulación de estímulos se transforma en pura angustia, las luces estroboscópicas ciegan, la purpurina ahoga, los cuerpos ajustados y escotados parecen amenazantes trozos de carne... Esto es lo que pasa al protagonista, que con uan profesionalidad impecable lo prueba todo: el tiro al plato, el baile, la pisicina, las bandejas de fruta, las excursiones guiadas (un paseo por tierra firme con la seguridad de un cordón umbilical con la nave nodriza), hasta la biblioteca sin libros y el caviar (que le resulta asqueroso).

A pesar del agudo sentido del humor que tiñe toda su prosa, esta obra hace una profunda crítica a la cultura del consumo americano (pero sería aplicable con matices a todo occidente), de esa desbocada glotonería de placeres, que al final nos deja hinchados, sin capacidad de desear y a solas de nuevo con esa angustia que hace que de vez en cuando algún pasajero salte por la borda.

En resumen: bello e inteligente. Lo aconsejo para lectores que quieran reírse y pensar. Esa extraña combinación. 

Más información:

  • En el blog Listas de libros hay una reseña excelente que fue la que me abrió el apetito por este bocado gourmet. ¡Gracias!
  • Artículo "¿Ya os lo he dicho? Estoy loca por David Foster Wallace" de Begoña Méndez en la revista Pliego Suelto.
  • Un post (de 2008) a propósito de la muerte de DFW en el blog de David Torres
  • Un viejo artículo (2001) de Andrés Ibáñez en El País "El temor a ser visto como una vaca"

2 comentarios:

  1. Bueno, pues yo estaba como tú antes de leer este libro, indiferente a este autor, más bien diría que con cierta desconfianza. Como veo que el punto de partida respecto a David Foster Wallace era más o menos el mismo voy a cruzar los dedos para que el punto de llegada sea también el mismo, y el recorrido también, claro.

    Gracias y un saludo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues yo pensaba que eera una de esas reputaciones hinchadas por su aura personal de grunge atormentado, en alguna parte leí que lo definían como el Kurt Kobain de la literatura, pero qué va, es una delicia, por lo menos este texto en particular, ya te contaré cuando me siga aventurando más, tal vez en la macro novela esa que tan cacareada está.
      Un abrazo,
      Sonia

      Eliminar

Tus comentarios son bienvenidos.