Sin título
Autor: JuanJo Tejado
(De mi colección particular)
Las vecinas a medio vestir son criaturas propias del verano, mariposas cuyas delicadas alas tiemblan y se repliegan con el invierno. Lo que hoy les voy a contar es una rareza que un documentalista de fauna urbana estaría encantado de recoger.
Cuando llega la época en que las urracas empiezan a decidir dónde anidar, algunos de los vecinos del edificio mantenemos una tensa lucha mental por conseguir que se queden frente a nuestros balcones. He visto a un señor, un crítico de arte muy serio, que recibe revistas imposibles de arte contemporáneo islandés en su buzón, dejar en camuflado junto a su maceta con un pino medio petrificado, un cuenquito con alpiste natural, no de ese que se compra seco, no, del bueno y fresco y luego esconderse tras la persiana a ver si lograba seducir a las hermosas urracas que saltaban de árbol en árbol eligiendo el sitio donde mejor da el sol y el viento no es demasiado arisco.
Pues bien, era un día azul, de esos que engañan con su luz de zafiro invernal. Salí a fumarme el primer pitillo de la tarde y el humo parecía quedarse suspendido, casi sólido en el aire gélido y entonces, ahí estaba ella: gabardina, camisa negra de aire militar, unas horribles botas beige forradas de borrego y ¡bragas! Una extraña mezcla de bragas de abuela y pin-up, algodón negro y festón de encaje que dejaba adivinar una línea de piel tostada a pesar del invierno. Me quedé muy quieta, como un naturalista temeroso de asustar a una criatura esquiva. La miré de reojo, ella también fumaba y tecleaba con furor en la pantalla de su móvil. Me pareció adivinar el nacimiento de una lágrima junto a la línea negra de su ojo muy maquillado. No era en absoluto la mariposa del verano, era un ave invernal que se replegaba en su plumaje, que se ajustó el cinturón de la gabardina contra un golpe de aire de la sierra y aún así se plantaba valiente con sus bonitas piernas desnudas, como si defendiese así una valiosa parcela de su identidad.
El cigarrillo se me consumió en la mano sin darme cuenta y la ceniza se quedó en un precario equilibrio que destruí con un movimiento de falsa seguridad . Entonces ella advirtió mi presencia y en lugar de desaparecer en su casa, me dirigió una sonrisa apenas esbozada con sus labios cuarteados por el frío pero aun así preciosos. Vi que no tenía cenicero y le acerqué el mío a través de la frontera de los balcones, lamenté que estuviera tan lleno de colillas petrificadas y ella aplastó la suya muy despacio y con fuerza, como si quisiese asegurarse dejarla bien muerta. Yo intenté sonreír y me despedí con un gesto, una especie de reverencia torpe.
Ya de vuelta en mi guarida me di cuenta de que este era el contacto más significativo que había tenido con otro ser humano en mucho tiempo. También me di cuenta de que no habíamos cruzado ni una palabra.
Leí esto esperando una cochinada y me quedo con una sensación tan rara... Soy un frustrado de la belleza.
ResponderEliminarEs bueno sorprenderse de vez en cuando. En verdad la belleza puede generar mucha frustración en quien la posee y en quien la admira, es un don inquietante. Gracias por tu comentario.
EliminarHermoso texto y hermosa pintura. Ya me gustaría tener algo así en mi casa.
ResponderEliminarAlbertina
Albertina:
EliminarMuchas gracias por tu visita y tu comentario. A mí también me encanta el cuadro, me alegra que compartas mi gusto por él.
Un saludo,
Sonia